Jalisco
Diantre de vieja enfadosa
SEGÚN YO
Y luego se andan quejando de que los maridos no las incluyen en sus ejercicios de socialización, o que les da por segregarlas cuando su propósito es, simplemente, pasarla bien con sus cuates, sin presiones ni censores que observen y juzguen cada movimiento que hacen o palabra que sueltan. No disculpo a los varones que sólo procuran su esparcimiento individual y no comparten ciertos espacios de camaradería con sus mujeres, pero si yo estuviera en el lugar de aquel relajado individuo que ocurrió a una de las tertulias que entre cuates dedicamos al dominó, no sólo habría segregado a mi cónyuge por una noche, sino que la habría vetado de ahí a la eternidad.
Ni entre bomberos se pisan la manguera, ni entre mujeres debemos faltar a la solidaridad femenina cuando el sexo opuesto nos juzga con rudeza, pero pocas cosas me exasperan tanto como la activa demostración de lo que considero como llanas y simples ganas de fregar que, con todo y pena, asumo como la redomada especialidad de numerosas congéneres.
La noche era tan joven, como holgada la reserva de botanas, pistos y entusiasmo para garantizarnos un par de horas más de animada convivencia. Para todos, excepto para su mujer, quedó claro que el citado amigo no tenía la menor intención de retirarse, y menos cuando se alistaba para conceder la revancha, después de haber salido invicto en la primera ronda de dominó. Por el mismo motivo, los rivales en turno tampoco estarían dispuestos a dejarlo ir, sin haber retado su singular habilidad para mover y colocar las fichas.
Y así habría sido, si la errabunda cónyuge del jugador, que con eso de que no bebe, ni fuma, ni mucho menos juega y, además, estaba a dieta, no halló mejor campo para instalarse, que al lado de su marido para estarlo hostigando. “¿Otra?”, le increpó con indignación, cuando el anfitrión refrescó el contenido de su agotado vaso. “Ya llevas tres, te las estoy contando”, le aseguró con irrefutable tono pitagórico, antes de soltar una perorata sobre el abominable vicio del alcohol que todos refrendamos con un sonoro ¡salud!, que le hizo arriscar aún más la nariz.
Además de sus dotes aritméticas, esa noche la dama decidió develar también su portentosa memoria, porque con similar precisión fue llevándole la contabilidad de los bocadillos, butifarras y hasta cacahuates que el fiscalizado sujeto se embodegaba para vaticinarle que, al siguiente día, la gastritis y el colesterol le galoparían a todo lo que dan, y que andaría quejándose, y que se pondría de genio, y que ni los niños ni ella pagarían el precio de su imprudencia alimenticia.
Como sus prevenciones no mellaran en el ánimo de quien no llevaba más cuentas que las requeridas para rematar el juego, la mujer buscó en el reloj un nuevo aliado para seguir mortificando al patrocinador de sus gastos y veleidades, pero también de sus cuitas y congojas. “¿Ya viste la hora que es?”, atosigaba al esposo que no parecía conmoverse con la detallada lista de faenas domésticas y sociales que a su empeñosa señora le esperaban al siguiente día.
Cuando la quejosa ya me tenía hasta el copete con sus necedades (y eso que no soy el marido), le ofrecí mi cama para que le fuera aventajando al sueño, con tal de que dejara a su esposo jugar y departir en paz. Pero más me habría gustado sentarla en un sillón y contarle los tristes casos que conozco de muchas mujeres que, por intolerantes e innecesariamente enfadosas, son cotidianamente relegadas en sus respectivos santuarios y ni por cortesía son requeridas por sus cónyuges como amable compañía. Y luego se quejan de que nunca las sacan.
patyblue100@yahoo.com
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