Jalisco
Despilfarro remojado
Según yo
Entiendo que para la familia pequeña, que para vivir mejor detiene su contabilidad filial en un par de moconetes, montar dos parafernalias por año se vuelve un imperativo que ha beneficiado a diversas economías ajenas, aunque sea a costa y en detrimento de las propias. Basta ver la pujante industria de globitos, canastitas, monitos, platitos, adornitos, bolos y piñatotas que, en contubernio con los traficantes de pasteles, nieves, elotes, algodones, espiropapas y hamburguesas, a su vez aliados con los alquiladores de jardines, terrazas y brincolines, quienes en conexión con fotógrafos, maquillistas, magos y payasitas, han encontrado una veta inagotable a explotar.
O son mis agruras existenciales, o creo firmemente que tres horas de tertulia no alcanzan para acoger semejante andanada de opciones lúdicas y digestivas. Pero, al parecer, no hay manera de hacer entender a los padres posmodernos que los niños ya traen la fiesta incluida, y que basta con reunirlos para que solitos encuentren la manera de divertirse, sin necesidad de insertarlos en un espacio donde campean los excesos.
Cada quién sabe –como bien apuntó la conciencia que a puños dio cuenta de la fuente de palomitas que ornaban la mesa–, en qué y cómo dilapida sus centavos. Pero nunca había visto algunos peor despilfarrados que los que se malgastaron los anfitriones de la fiesta infantil a la que asistí, por acompañar al retoño de mi retoño menor, hará cosa de dos semanas, justo el viernes que la lluvia y la baja temperatura se confabularon para hacer de las suyas y poner a los tapatíos al borde de la coagulación.
Los dineros erogados para alquilar brincolines se fueron al caño, junto con los aplicados para las piñatas y el animador de actividades planeadas al aire libre, quien se quedó tan solo como las resbaladillas y columpios, porque, ni los ímpetus fiesteros, ni el natural temerario que se cargan los chiquillos, dieron para que aún los más osados desafiaran las infames ventiscas que mantuvieron a la concurrencia tiritando bajo un tejabán y maldiciendo la hora en que se nos ocurrió salir de casa.
Cual si se hubiera desfondado el limbo que ya no existe, junto con el purgatorio (sobre cuya existencia tengo mis reservas), de pronto me vi en medio de un centenar de almas, entre tiernas y sazonas, que con idéntico frenesí danzaban para encontrar mejor resguardo o para contrarrestar los efectos de la helada, que a todos nos tenía enteleridos.
Ni las organizadoras de juegos bajo techo contaron con audiencia para desplegar sus habilidades, porque los chiquillos que no se encontraban acurrucados en el respectivo regazo materno, no mostraban intenciones de abandonar la silla desde la que, con las narices rojas y los ojos muy abiertos, observaban la debacle meteorológica que les aguó la fiesta. Lástima de esfuerzos, dineros e ilusiones que ese día se ventilaron y remojaron, como el ánimo de los participantes.
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