Jalisco
De asquitos y otras ridiculeces
Cuando un entrañable amigo ibérico me preguntó por el puntual significado de la palabra “ahorita”, caí a la cuenta de que el terminajo es una manía
Cuando un entrañable amigo ibérico me preguntó por el puntual significado de la palabra “ahorita”, caí a la cuenta de que el terminajo no sólo era una reverenda incorrección (al igual que “aquellito” o “mismito” o “facilito”), sino una manía impuesta por la costumbrita de recurrir a la minimización como un recurso prosódico para expresar inmediatez, enfatizar un adjetivo o acentuar los efectos de algunas otras categorías gramaticales.
Ya enrielada en el punto, y aprovechando que el amigo se retiró profiriendo un “ahora vengo”, que me sugirió que su ausencia se prolongaría más que lo que implica el “ahorita vengo” (o el ahoritita, que es mucho más pronto), me quedé cavilando sobre los incontables usos que los mexicanos damos al diminutivo, procurando conferir a las palabras un tono coloquial y amistoso del que abusamos hasta la ridiculez.
Referirse, por ejemplo, a la comadrita, el cafecito, la tortillita recién hechecita con chilito, el viajecito, el refresquito y la fiestecita, por citar algunos de los cientos de términos que cobijamos con el empequeñecimiento verbal, es síntoma inequívoco de la más rampante cursilería (según un autor cuyo nombre, como muchas otras cosas y cada vez con más frecuencia, se me escapa).
Pero me doy cuenta que también recurrimos a dicha reducción vocal a manera de eufemismo cuando, aún sin serlo, el término original nos parece ofensivo o falto de delicadeza. Líbrenos Dios de enunciar a un viejo, un anciano, una gorda, un ciego, cojo o mudo sin aplicarle el piadoso diminutivo, porque más de tres aparecerán reconviniéndonos la rudeza de nuestras palabras. No veo, francamente, en qué ayuda decir que alguien está pasadito de peso o con algunos kilitos de más, para referirnos a una anatomía rebosante que debe ser rectificada con esa celeridad que implica el “ahorita”.
Y resultó que, algunos días después de mis ociosas reflexiones sobre el diminutivo que se aplica hasta para ofender con tibieza, una pariente reconvino agriamente a mi inofensivo nieto cuando éste, con la espontaneidad de sus 10 años me llamó abuela, tal como lo ha venido haciendo desde que fue capaz de articular sus primeras palabras. Ni con su mejor disposición pudo el pequeño dilucidar por qué aquella mujer lo tachó de confianzudo e irrespetuoso, por referirse a mí con tanta rudeza y sin recurrir al empalagoso pegote del diminutivo y, aunque con el erizado ánimo que solemos adoptar cuando un ajeno regaña a los propios, le aclaré que más me ofendía sentirme relacionada con una vieja canosa, arrugada y sin dientes, convertida en imagen y marca de un chocolate. Cada quién sus asquitos ¿no?
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