Jalisco
Culpa climática
El valor de comprender la historia está en la posibilidad de aprender, a veces en cabeza ajena
El valor de comprender la historia está en la posibilidad de aprender, a veces en cabeza ajena, lecciones cuya vivencia propia sería demasiado costoso pagar. Los pueblos complacientes que desatienden las experiencias de otros están condenados a repetir sus errores. Por ejemplo, hace cinco años había sobresalido en las noticias mundiales la catástrofe de la aldea filipina de Saint Bernard, tras el corrimiento de tierra cuyo alud había enterrado vivo a un pueblo entero bajo los lodos licuados, debido a la remoción de la cubierta vegetal que antes servía para absorber el impacto de las aguas torrenciales del trópico.
Los desastres naturales son lo más natural que hay. Según la ciencia, el mismísimo origen de nuestro universo comenzó con un gran estallido, una catástrofe superlativa de cuyo resultado surgió todo lo que alrededor tenemos. Para los humanos, un desastre lo es cuando se nos merman vidas y propiedades. Sin embargo, cuando no nos afligen con tales pérdidas, los mismos fenómenos son simplemente “la naturaleza” en acción.
Un claro ejemplo de ello es que han pasado varios años consecutivos que se declaran los estragos que deja la lluvia en Tabasco, como de los peores desastres naturales que ha sufrido la población mexicana, y cuyos costos son cada vez traducidos en mayores cifras, quizás más simbólicas por su monto monetario que en vidas humanas.
Mucho antes de que aparecieran en la región más húmeda del país los pobladores humanos, desde hace millones de años, cada verano se han producido las temporadas de tormentas, lluvias y huracanes en el Caribe y en el Golfo de México. Son parte del funcionamiento normal de nuestro planeta; el resultado de las diferencias de temperatura entre los mares, los aires y la tierra firme. Las fuerzas y las trayectorias de las tormentas son erráticas y, peor aún, imparables. Siempre se han advertido las posibilidades de las catástrofes meteorológicas de consecuencias fatales.
No es altamente notable que no sea la primera vez que esto pase por allí. La ecología de los territorios en esta parte del mundo está muy definida por los fenómenos que acontecen repetidamente año con año. No sorprende ya que ocurran sino que cuando ocurren todavía nos sorprendamos de sus efectos. Peor aún, que a sabiendas de la importancia de prevenir mejor los riesgos, se siga irresponsablemente en la complacencia entre los diluvios que ocurren año tras año.
Desde que los descendientes de las primeras ciudades lo aprendieron, al destruir los campos a su derredor para concentrar fuerza y riqueza en las urbes (ya hace varios miles de años), se ha reconocido que la relación sana entre una ciudad y su entorno es clave para el bienestar y la sobrevivencia de ambos. Especialmente está la imperante necesidad de proteger los suelos circundantes.
El desafío a los elementos naturales ha sido una característica de los pueblos humanos desde los primeros asentamientos de la antigüedad. El estado natural original de las comunidades humanas fue ser nómadas. El hecho mismo de asentarnos ya fue una muestra de reto ante las fuerzas naturales y de la voluntad de cambiar nuestro destino.
Como en un juego de azar, construimos obstinadamente nuestras ciudades y pueblos sobre los cauces húmedos, apostando que a la larga vamos a ganar.
Que el agua busque siempre recobrar su estado natural no significa que nos merezcamos la desgracia que nos acecha. Peor aún, es una excusa demasiado fácil decir que se busca castigar nuestras culpas debido a nuestras acciones que provocan el cambio climático. Estas desgracias vienen más por lo que no hacemos que por lo que hacemos.
Síguenos en