Jalisco
Cuando los ciclos se rompen
Para algunos la lluvia trae consigo buenos frutos, a otros, se los arrebata
El pasado 23 de junio fue un día soleado, era mitad de semana y los camiones de la ciudad rompían el pavimento como todos los días; el sol hacia las pieles brillosas y los servicios de urgencias no registraban ninguna novedad.
Faltaba tiempo, las nubes se acercan. Llueve, las tierras se humedecen, los techos repican, las ropas escurren, los caudales engordan: es una obesidad peligrosa que preocupa. Después de meses, los campesinos han rogado a sus dioses por un poco de justicia; Tláloc les tiende la mano, los maizales que le quedan a la ciudad se enlodan, pero no a todos les va a ir bien, el ciclo apenas comienza y ya tiene hendiduras. Ya se verá, antes hay una lluvia allá afuera, en la calle Aldama de la colonia Los puestos, en el Municipio de Tlaquepaque. La lluvia se siente y está a punto de doler.
Ellos siguen dormidos, uno al lado del otro.
Días después también llueve y ella llora, Alejandra, la madre de Miguel, su Mickey, como lo conocían en casa de sus abuelos, lo recuerda afligida, intacta, respira agitada, se estruja las manos. La piel de la cara sigue hinchada, sus ojos miran absortos hacia el vacio, la delgada línea que se dejo como cejas no se inmuta. Nada la mueve. Es Lupita quien recuerda a su sobrino, el puchero infantil cuando lo regañaba. La que tristeza con los ojos cristalinos mientras cuenta las travesuras del niño que hace falta en ese patio lleno de juguetes sin tocar; mientras Alejandra acaricia las fotos del cumpleaños pasado de Mickey, quien hace dos semanas salió de casa para nunca volver, el arroyo se lo llevo. Miguel ahora es estadística en los informes mortales por las lluvias. Sin embargo, para ella se ha ido lo mejor que tenía.
Miguel Ángel Velázquez Cazares nació el 9 de septiembre de 2006 por cesárea. Aquel fue un embarazo bien planeado, bien cuidado y bien cumplido. Su padre, quien se separaría de su madre dos años después, era el hombre más feliz del mundo. Ese día la casa de los abuelos maternos se lleno de alegría, pero hoy, en esa casa les falta algo.
Extrañan el sonido de las ollas que Miguel ponía en el patio para jugar a ser músico, su canción favorita era la de “Chuy y Mauricio y todos los corridos, bailaba rebien y cantaba que uff”, dice orgullosa su tía, cada que ven la televisión le lloran: “se ponía a ver tele siempre y cuando estuvieran las películas de su papá (el abuelo) o la caricatura de Bob Esponja, eso era lo que le gustaba”. Ya nadie juega con Rosario, su hermanita de 15 meses de edad, ni tampoco con Palomo, el perro miedoso que habita la azotea.
Miguel tenía su lugar apartado en el kínder, su mamá había hecho fila durante la madrugada para que Mickey tuviera un lugar en la escuela, al cual queda cerca de su casa. “Había esperanza, pero pues ya no…”, solloza la madre.
Ese miércoles había hecho lo que detestaba hacer, comer bien y a sus horas. Unos taquitos de frijoles, su menú predilecto, y después de merendar se fueron los tres: él, su madre y su hermanita a tomar la siesta.
Las nubes se acercaban. Llueve.
El arroyo que está a un costado de la casa se ha convertido en un río, Miguel ve la puerta abierta y sobre el río observa la avalancha de basura, entre ella una pelota. Cruza la puerta.
A un costado del cauce, Miguel quiere alcanzar el esférico de plástico, se sostiene en una rama que se quiebra y el niño resbala. 15 minutos después los servicios de urgencias lo empezaran a buscar a petición de los vecinos.
La tía relataría que los bomberos no querrán buscarlo hasta que baje el cauce, pero el abuelo será quien lo encuentre a 150 metros, ya no respira… se ha roto el ciclo.
Un día después la gente le diría que fue un descuido, la televisión haría eco, los más estúpidos vociferarán que hubiera sido mejor que se muriera la niña “porque con esa se han encariñado menos”, ella sigue callada, contesta el celular de vez en cuando, se ve apagada, distraída, sabe que se ha roto un ciclo: finalmente la madre ha sepultado a su hijo.
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