Jalisco

—“Avances”

El ciudadano común, en México, estima que las campañas electorales son detestables

Uno de los pocos asuntos con respecto a los cuales es posible lograr consensos en México —un país del que las lenguas de doble filo aseveran que “se divide en 120 millones de habitantes”—, es el relacionado con los adjetivos que merecen las campañas electorales. Las opciones son múltiples: fastidiosas, antipáticas, repugnantes, asquerosas, nauseabundas... El común denominador, empero, es evidente: el ciudadano común las detesta.

—II—

El ciudadano común, en México, efectivamente, estima que las campañas electorales son detestables. Primero, por costosas... con el agravante de que nadie ignora que los dinerales que se dilapidan en ruido y basura —que a eso, al final de cuentas, se reducen—, no salen del bolsillo de los aspirantes a sacrificarse en beneficio de sus semejantes, desempeñando (honesta y abnegadamente, ¡por supuesto..!) cargos de elección popular, sino con el dinero que los ciudadanos aportan, vía impuestos, y que el Gobierno administra —es un decir— de manera discrecional.

Segundo, por contaminantes: lejos de servir para difundir mensajes relacionados con los programas de Gobierno que desarrollarían los candidatos, “si el voto popular los favorece”, se limitan a exhibir lemas huecos y rostros afables: caras de personas decentes, casi con aureola, como si acabaran de hacer la primera comunión. Tercero, porque son concursos de hipocresía, festines de cinismo, maratones de desfachatez...


—III—

A despecho de las declaraciones de las figuras públicas, en el sentido de que “se pugnará (en un futuro tan inalcanzable como la zanahoria que el carretero de la viñeta consabida coloca, suspendida de un palo, al alcance de la vista y del olfato... pero no de los belfos del burro que tira de la carreta) por elevar el nivel del debate” en las próximas campañas, la regla de los golpes bajos, las “guerras de lodo” y las descalificaciones del adversario, tiende a generalizarse.

Así, los zafarranchos verbales derivados de que algún notorio fariseo (“Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros...”) endosa a los gobernantes priistas que por más de medio siglo padecieron los ciudadanos de este país —antes de empezar a padecer a los que llegaron a reemplazarlos— las culpas de que el narcotráfico haya echado raíces tan profundas, deben interpretarse, sin más, como lo que son: avances de las campañas electorales (fastidiosas, antipáticas, repugnantes, asquerosas, nauseabundas... más los calificativos que usted, lector amable, tenga a bien incorporar) que ya vienen —¡horror..!— a la vuelta de la esquina.
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