Jalisco

Agua y bosques tapatíos, preocupación del siglo XIX

La emergencia del desarrollo industrial en Guadalajara trajo consigo la convivencia con nuevos problemas ambientales y decisiones que cambiaron la faz de la ciudad

GUADALAJARA, JALISCO (13/MAR/2011).- Hace relativamente poco tiempo empezó a ser cada vez más tangible la preocupación de amplios núcleos humanos por el tema ambiental. A ello no han escapado algunos especialistas de la Historia, quienes también han adoptado a esta temática como parte de sus investigaciones.

De esta manera, el enfoque desde la historia ambiental se ha propuesto la tarea de estudiar sobre cómo los humanos han sido afectados por su ambiente natural, pero también sobre cómo ellos lo han afectado y el alcance de los resultados arrojados en esa interacción. La perspectiva ambientalista de la Historia, dice María de la Luz Ayala, ayuda a estudiar “las relaciones, a través del tiempo, entre la especie humana y el resto de la naturaleza, poniendo énfasis en los impactos recíprocos”. Desde este enfoque se reconoce que “los humanos somos sólo una parte de la naturaleza” y con ello se amplían los horizontes de la Historia más allá de las instituciones humanas, alcanzando “a los ecosistemas naturales que proveen el contexto” de éstas.

Vista así, la historia ambiental “es también esa disciplina que trae a la imaginación histórica una ‘nueva’ referencia que siempre estuvo allí, el entorno, el paisaje, el medio ambiente físico en el que los hombres y las mujeres hacen la Historia. Es importante considerar el mundo natural, que está siempre presente, ya sea moldeando a la sociedad o siendo él mismo modificado por la sociedad (María de la Luz Ayala, “Una nueva especialidad llamada Historia Ambiental”, en Lilia Oliver Sánchez, [coordinadora], El papel de las humanidades, Guadalajara, Jalisco, México, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Guadalajara, 2002. pp. 79).

A tono con ese enfoque, en este trabajo se intenta un primer acercamiento al análisis del impacto que tuvo la dinámica industrializadora de la segunda mitad del siglo XIX en los bosques y en la sociedad jalisciense. Después de ofrecer un breve contexto del acontecer nacional en torno a esa problemática en la época referida, se expone una serie de testimonios que muestran algunos aspectos sobre la dificultad que enfrentaron los bosques en Jalisco (sobre todo en Guadalajara), relacionada con la emergencia del desarrollo industrial y el medio ambiente.

Los bosques, la industria y
el medio ambiente en México

Varias circulares expedidas por el Ministerio de Fomento de México, sobre todo desde las últimas dos décadas del siglo XIX, permiten ver la preocupación que despertó en las autoridades la tala inmoderada de los bosques, que fue cada vez más intensa a consecuencia de los usos industriales, del consumo doméstico y de los incendios, intencionales o no. Este problema también fue expuesto por organizaciones y personas independientes del gobierno.

Una de las primeras expresiones en este sentido se puede observar en el Periódico Oficial del Gobierno del Estado de Jalisco, fechado en marzo de 1880. Se trata de una circular que la Secretaría de Fomento, Colonización e Industria y Comercio envió a los gobernadores de los estados del país, en la que se solicitaba la aplicación de todas las medidas pertinentes en el asunto de “la tala de los bosques y árboles [que] ha ido tomando creces en México, y con más especialidad en estos últimos años, en que el desarrollo de la minería y otras industrias, el establecimiento de vías férreas, el consumo económico de las poblaciones y otras muchas causas exigen grandes cantidades de combustible que se toman hoy de los bosques sin atender en manera alguna a la reproducción de éstos” (Periódico Oficial del Gobierno del Estado de Jalisco|, tomo XI, no. 3, Guadalajara, 10 de marzo de 1880, p. 3).

Debido a ello, seguía la exposición de esta circular, muchas comarcas, que “antes eran de una fertilidad notable, se hallan convertidas en tierras desnudas y estériles y un clima ardiente y reseco ha sustituido al clima benéfico que ahí dominaba”. Más adelante, con un discurso seguramente sustentado en las ideas higienistas de la época, se detallaban los efectos perjudiciales que la devastación sin control de los bosques traería a la sociedad; los efectos en la salud merecían un lugar primordial.

Al respecto, se mencionaba que “…la salud pública reclama en primer lugar la presencia de los bosques: a las plantas toca especialmente la conservación de la atmósfera en las circunstancias propicias para la verificación de los fenómenos vitales; y ellos evitan que se vicie el aire, descomponiendo el gas carbónico, producto principal de las combustiones, cediendo a la atmósfera el oxigeno […]. Esta compensación se efectúa en gran escala en los bosques” (ibídem).

Otro de los beneficios sociales que se atribuía a los bosques tenía que ver con el potencial económico que les era inherente. De tal suerte que, se decía en la misma circular, a falta de ellos podría decaer la actividad productiva de las poblaciones, debido a la “multitud de industrias” que dependían del combustible que les proveía. Y no sólo eso: los bosques también proporcionaban la madera que demandaban las construcciones y proveían de insumos y herramientas en la explotación agrícola, además de ser vitales en los usos domésticos.

A partir de esa primera circular del Gobierno federal, se sucedieron muchas otras a lo largo de los años y décadas posteriores, dentro de las cuales se han podido identificar las de agosto de 1882, julio de 1892, mayo de 1893 y mayo de 1902. En todas ellas, la preocupación era la misma: la devastación de los bosques, los problemas sociales y económicos que de ahí se derivaban y la búsqueda de soluciones para esta problemática.

Higienismo, necesidades industriales y bosques en Jalisco

Si bien las primeras manifestaciones institucionales donde se muestra una preocupación seria desde el Gobierno federal por el deterioro de los bosques ocurrieron a principios de la década de los ochenta del siglo XIX, lo cierto es que desde los años previos hubo manifestaciones, aunque éstas fueran un tanto aisladas del entorno oficial: el caso de Jalisco así lo muestra.
En esta entidad, dicha problemática empezó a ser motivo de atención, sobre todo en el medio intelectual, desde la década de los cincuenta. Un ejemplo de inquietudes en ese sentido se muestra en el siguiente caso: a mediados del año de 1852 se oficializó en Jalisco, por decreto del Poder Legislativo, la creación de una Junta de Fomento de Agricultura (La Balanza, tomo I, no. 16, Guadalajara, 19 de junio de 1852, p. 2), que tomó como una de sus primeras tareas la de establecer una escuela práctica en la materia. Para tal efecto, uno de sus principales impulsores, Vicente Ortigosa, presentó un proyecto en el que justificaba, entre otras necesidades del campo jalisciense que deberían ser atendidas por la pretendida escuela, la de “enseñar el cultivo de los montes artificiales, cuya escasez se hace sentir cada vez más”.

E insistía más adelante: “Ya es tiempo de contener esa devastación escandalosa de nuestros bosques naturales. Aunque el remedio á [sic] este mal deba buscarse en otra parte, la escuela [de agricultura] contribuirá poderosamente á aminorarlo, con su ejemplo, siempre que se dedique á estudiar y propagar el cultivo de los árboles más adecuados á la naturaleza de su clima y suelo. No faltarán imitadores que, atraídos por el lucro, harían a la ciudad [de Guadalajara] el bien de fecundar sus contornos con los despojos de los árboles, y sobre todo, el de aumentar las fuentes [de agua]; pues es bien conocida la atracción que los montes ejercen sobre las lluvias y la acción de sus raices [sic] sobre la humedad de la tierra (La Balanza, tomo I, número 21, Guadalajara, 24 de junio de 1852, página 3).

Otra muestra de la preocupación que sentían algunos sectores ilustrados de Jalisco por la depredación de los bosques puede observarse en el discurso que dio Manuel I. Arias, al sustentar el segundo curso de matemáticas en el Instituto de Ciencias de Jalisco, el 5 de noviembre de 1867. En su intervención, este alumno señaló al gobierno la necesidad que había de crear nuevas carreras que ayudaran a lograr una mayor explotación de los recursos existentes en la entidad. Entre ellas, nuevamente insistía en la enseñanza profesional de las actividades del campo. Necesitamos, decía, “agricultores científicos que hagan producir á [sic] nuestras tierras todo aquello de que son susceptibles, aprovechando todos los elementos con que la naturaleza nos ha dotado” (El País, cuarta época, tomo III, no. 141, Guadalajara, 16 de noviembre de 1867, p. 3).

Particularmente sobre los bosques, insistía en que se requerían con urgencia: “…Ingenieros que vigilen é [sic] indiquen la explotación de los montes, pues entregados a la depredación, como lo están actualmente, pronto nos veremos sin maderas para la construcción, sin combustible vegetal, y lo que es aun todavia [sic] peor, sin aguas; lo cual dará por resultado convertir al poderoso Estado de Jalisco en un árido desierto, solo por haber obtenido por un mal camino [una pequeña utilidad económica] (ibídem).

Como se puede observar, tanto en Ortigosa como en Arias es visible la preocupación que agobiaba a ciertos sectores de la sociedad jalisciense debido a la tala irracional de los bosques, en épocas previas a los llamados que hizo la Secretaría de Fomento desde la ciudad de México. En ambos casos, también se puede ver cómo estos personajes eran portadores de conocimientos sobre las consecuencias negativas que traía la desaparición de los bosques respecto a otros recursos naturales, como el agua. Lo cual pudiera llevar a definirlos como incipientes promotores de un discurso favorable al medio ambiente, seguramente apoyados en las ideas higienistas que estaban en boga en esa época.

Sobre esto, vale la pena citar al médico Abundio Aceves en 1879 cuando, en una colaboración periodística sobre la higiene, llamaba la atención sobre “las perturbaciones climáticas de Guadalajara”, que estaban siendo originadas principalmente por la falta de árboles suficientes “en los alrededores de la ciudad”. Esta insuficiencia forestal, continuaba, impedía la modificación “del aire con su acción química y fisiológica”, por lo cual no se contrarrestaban de un modo “seguro las influencias malsanas de la población” (Abundio Aceves, “Higiene pública”, en El Estado de Jalisco, Guadalajara, 9 de noviembre de 1879, página 2). La falta de árboles, sumada a la existencia de “lagunas con agua estancada”, como la entonces presa del Agua Azul, afirmaba Aceves, generaban enfermedades como la “fiebre intermitente” o “fríos”. Por esa razón, proponía que al “sur de la ciudad, entre los baños del Agua Azul y la Garita de Mexicaltzingo”, había un terreno llano y con las mejores condiciones para plantar un bosque y como “es éste el rumbo de los vientos reinantes aquí, se comprende que es el más propicio para el objeto” (ibídem).

Aceves concretaba así su propuesta: sería adecuado que “para el bosque se plante[,] en el punto indicado[,] el Gigante (eucalyptos globulus), y para sembrar en las cercanías de la presa, rivera del Río San Juan de Dios y Alameda, el Girasol. [Un] árbol y una planta que la experiencia ha sancionado ya como eficaces para sanear las comarcas donde hay fiebre intermitente” (ibídem).

En el mismo sentido que Aceves y en el mismo año, el farmacéutico Antonio Gutiérrez Estévez, después de hacer un recuento de los desechos e “inmundicias”, junto a la depredación forestal que se habían acentuado y que, en conjunto, enrarecían el ambiente de la ciudad y sus alrededores debido a la falta de agua y a la carencia de obras de drenaje adecuadas, proponía como una de las mejores soluciones “la plantación de árboles de distintas familias y especies botánicas” (Antonio Gutiérrez Estévez, “Botánica Aplicada”, en Boletín de la Sociedad de Ingenieros de Jalisco, tomo I, no. 6, Guadalajara, 15 de febrero de 1881, p. 171).


Hasta aquí, puede verse claramente cómo en las pocas referencias encontradas sobre el sentir de ciertos personajes de la intelectualidad jalisciense sobre las bondades de las plantas y los árboles hay una pronunciada inclinación a considerarlos como fundamentales para conservar el equilibrio ecológico y la mejora de la higiene pública. A partir de la década de 1880 y en las posteriores, sigue vigente esta insistencia, pero también es más recurrente el señalamiento sobre las necesidades que deben cumplir los bosques con el desarrollo de la industria.

En 1881, Justo Fernández del Valle, Nicolás Remus y Manuel Corcuera publicaron un “Dictamen” que formaron para sugerir las medidas que debían “proponerse al Gobierno para conservar y aumentar los montes” (Boletín de la Sociedad Agrícola Jalisciense, tomo I, número 9, Guadalajara, noviembre de 1881). A través de este documento se da una muestra de cómo era visto este problema entre otros actores locales. En este caso, personajes vinculados a las haciendas y las industrias locales.
En primer lugar, en este testimonio queda claro desde un principio que el origen de dicho dictamen guarda una relación directa con las circulares expedidas por la Secretaría de Fomento desde 1880 a los gobiernos de los estados a favor de la conservación de los bosques. Empieza su justificación de la siguiente manera:

“Merecida importancia dio el Ministerio de Fomento á [sic] la conservación de los bosques en su circular de 15 de Febrero de 1880, y sin embargo no ha conseguido por ella visibles resultados prácticos, ni ha publicado las iniciativas que por otros Estados se le hayan propuesto. Sin entrar en grandes consideraciones sobre meteorología forestal, y refiriéndonos á la circular citada en la cual se señalan los desastrosos efectos de la devastación de los bosques, solo diremos que siendo indudable la influencia ejercida por los árboles en el clima y salubridad, la reglamentación de los bosques merece toda la atención de un buen gobierno” (ibídem, página 150).

Inmediatamente después, los autores trataron de explicar el origen del problema de los bosques en México y las dificultades que entrañaban sus posibles soluciones, con matices diferentes a otros países. Exaltaban que, durante la época colonial, la Corona española tuvo la “sabia previsión de sustraer gran parte de los realengos arbolados á [sic] la acción del interés particular, ya sea negando donaciones en nuestras principales sierras, ya concediéndolas á los pueblos y municipios como propiedad comunal”. Pero, seguían diciendo, desde “nuestra independencia, esos mismos pueblos han practicado sin método un bárbaro corte de madera” (ibídem, página 151).

Para el caso particular de Jalisco, justificaban con más precisión los efectos perversos en los bosques, según ellos, originados en las malas previsiones hechas con el reparto de las tierras a la población indígena, que, opinaban, “debieron de haber exceptuado los arbolados sujetándolos á [sic] una reglamentación conveniente; más [sic] por el contrario, sin previo inventario, ni aun deslinde, se encomendó la repartición de ellos á [sic] comisiones de personas ignorantes; ó de mala fé, que la efectuaron de un modo vicioso é irregular entre los agraciados, quienes á su vez enagenaron [sic] sus partes á vil precio, ó las talaron, según su voluntad. La extensión forestal de Jalisco ha pasado, pues, con raras excepciones de pueblos que no concluyen la repartición, á ser propiedad particular, que no puede ser reglamentada en la República Mexicana” (ibídem).

Esta situación constituía, según los autores de este “dictamen”, un gran obstáculo para planear la restauración de los bosques, debido a que no se había logrado claridad en cuanto a los límites que cada quien debía respetar en los montes y, por lo tanto, resultaba ocioso proponer como solución “que el Gobierno compre las principales extensiones arboladas, organice un cuerpo de ingenieros de montes, y los cultive y aproveche bajo las bases de los perfectísimos sistemas sajones” (ibídem, página 152).

El efecto industrial


Por lo que se ve desde el ángulo de los autores de este documento, parecería que gran parte del problema de los bosques era producido por la población pobre que dependía de explotarlos para sobrevivir. Sin embargo, es muy probable que detrás de la devastación de los bosques haya prevalecido sobre todo la voracidad de los capitalistas que, ante la necesidad de alimentar los requerimientos de la industria y el ferrocarril, sólo contaron con la madera de los montes para sobrevivir. De tal suerte que, aunque la población pobre o indígena haya fungido como el brazo ejecutor en el corte de los árboles, finalmente uno de los sectores que más se beneficiaron con esa acción eran los propios industriales. Dentro de los cuales, justamente, aparecían los ilustres autores del referido documento, quienes para entonces eran dueños o principales accionistas de fábricas textiles (como La Escoba de los Fernández del Valle), agroindustrias (como el ingenio de Bellavista de la familia Remus) o ferrerías (como la de Tula de la familia Corcuera).

Por ello, no es gratuita la preocupación que mostraron estos personajes en el tema de la conservación de los bosques. Seguramente, detrás de su reconocimiento sobre la indudable “influencia ejercida por los árboles en el clima y salubridad”, la principal preocupación que los aquejaba, tal como se expresaba a escala nacional, era sobre todo el temor de que este recurso, principal combustible utilizado en sus industrias, se agotara. Y esta situación no era una cosa menor, sobre todo si se considera que hasta entonces eran muy pocas las vetas de carbón mineral que se explotaban en México (principal fuente de energía de la época) para utilizarse en la producción de las industrias y el movimiento del ferrocarril.

Pero, aparte de opiniones tan claramente vinculadas al interés de los industriales, hubo sin lugar a dudas otras muy autorizadas en la entidad por su ilustración, que clamaban igualmente por la defensa de los montes desde la década de los ochenta del siglo XIX. La primera recae en la figura de uno de los naturalistas más importantes de México: el ingeniero Mariano Bárcena (que además fue gobernador interino, tras la muerte de Ramón Corona). Las acciones de este personaje destacaron sobre todo desde el Gobierno Federal y se expresaron en Jalisco cuando impulsó experimentos de repoblación de árboles en Ahualulco.

Otros dos personajes muy destacables fueron los hermanos Miguel Ángel García de Quevedo (más conocido como Miguel Ángel de Quevedo) y Manuel García de Quevedo. El primero de ellos, de reconocida trayectoria nacional por haber dirigido durante los primeros años la Junta Central de Bosques, y el segundo, por haberse encargado de la Junta Local de Bosques de Jalisco, simultáneamente. A este último se deben las primeras acciones de repoblación y cuidado de los bosques en la entidad, en su carácter de funcionario forestal y en lo particular. A él, junto a su hermano Miguel Ángel, se les considera dos de los principales propagadores del eucalipto en México y en Jalisco, además de otras especies de árboles.

También a Manuel García de Quevedo se deben obras que fueron muy aplaudidas en su tiempo para la mejora de la higiene pública de Guadalajara, como la desecación de la laguna del Agua Azul, que dio lugar al parque de ese nombre, entre muchas otras (ver: Rafael García de Quevedo y Palacios, “García de Quevedo y Zubieta Manuel” y “García de Quevedo y Zubieta Miguel Ángel”, en La ingeniería en Jalisco, Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco, 1990, pp. 353-359 y 361-365).

¿La emergencia de un discurso ecológico?


Es muy difícil presentar conclusiones preliminares que sean contundentes en un pequeño apartado como éste, debido a que falta mucho por estudiar del fenómeno ambiental históricamente, no sólo de Jalisco, sino de México en general. No obstante ello, esta exposición nos permite corroborar cómo los recursos forestales paulatinamente fueron presa de un discurso que veía en su explotación la posibilidad de conducir a México hacia una situación superior de progreso, como estaba ocurriendo en otras partes del mundo en el siglo XIX.

Al mismo tiempo, también se puede apreciar cómo, a la vez que se agotaban las reservas forestales del país en el último cuarto de la centuria, surgió una gran preocupación por conservarlos en importantes sectores del gobierno, intelectuales y hasta empresarios; a veces, reconociendo plenamente los efectos perversos que estaba acarreando la disminución de los bosques en el trastorno climático, la higiene pública o en el descontrol de otros recursos vitales, como el agua. En otras ocasiones, ese discurso, que hoy podría llamarse ambientalista, escondía una gran preocupación de los interesados en el desarrollo industrial, porque la desaparición de los recursos forestales significaba la potencial quiebra de ese modelo, ante la poca claridad en cuanto a alternativas energéticas distintas. Esta visión no era privativa de los empresarios; también era compartida por intelectuales y gobernantes.

Es muy difícil hablar de un discurso ambientalista bien estructurado en esa época, tal como se ostenta hoy en día, pero no se puede negar que hubo una gran preocupación por los problemas que estaba causando la disminución de los bosques en la salud pública y el clima.

Teresa Gómez Pérez, maestra en Historia y profesora de la Universidad de Guadalajara.
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