Jalisco

Acabé con la vida de mi padre…

Decidido, más por un impulso que por el deseo de extinguir su padecer, tomó el madero y, mientras su padre dormía, lo estrelló brutalmente contra su rostro

La ira en grado superlativo, el desprecio por el coautor de su existencia y un fuerte rencor que alimentó su vida por más de tres décadas, nublaron el amor paternal que pudo existir en Jorge Octavio Cortés Hernández, quien logró evadir a la justicia por dos años tras acabar con la vida de su padre, hasta que su ubicación se delató y el brazo de la ley lo tomó por sorpresa para hacerlo pagar por una muerte que él confesó como “un acto justificado”.

De acuerdo con lo que relató al fiscal del caso, decidir la muerte de su progenitor no ocurrió de forma espontánea. Por el contrario, el deseo se cocinó en su mente tras años y años de insultos y desprecios que sufrió de parte de José Luis Cortés García. El escenario que eligió fue el cuarto en que el hombre de 58 años descansaba, dentro de la modesta residencia número 3 de la calle Vista Hermosa, en la colonia Lomas del Cuatro de Tlaquepaque.

La fecha, 2 de abril de 2008, tampoco fue una elección. La unión de causales —entre ellas el consumo de un par de “gallos” de mariguana— ocurrió esa mañana y la determinación de tomar la herramienta eficaz para acabar con el sufrimiento que sentía se reveló en cuanto un palo de madera cruzó por su mirar. Acercarse hacia él con cuidado no era necesario, el sonido que emitían sus pasos se confundía fácilmente con los ronquidos que salían de la garganta de su víctima.

Decidido, más por un impulso que por el deseo de extinguir su padecer, tomó el madero y, mientras su padre dormía, lo estrelló brutalmente contra su rostro.

El abrupto despertar de José Luis tras la paliza que le era propinada no sirvió como defensa, aunque en un momento de lucidez alcanzó a entrelazar su vista con la de su iracundo descendiente, quien continuaba asestándole golpes con aquel leño que, a cada impacto, se teñía más y más de un oscuro color rojizo.

La conciencia abandonaba al hombre que, momentos antes, reposaba de forma despreocupada. La vida se alejaba en tanto que su sangre arropaba aquel tronco que le era impactado en repetidas ocasiones. Hasta que sus ojos se cerraron y su mente dejó de procesar lo que ocurrió.

De esta manera, Jorge Octavio Cortés Hernández sació la antipatía que sentía. Los días de insultos y aversión hacia su padre habían terminado. Lo siguiente era borrar su rastro, deshacerse del cuerpo e idear una coartada que le permitiera salir bien librado.

Nervioso, salió de forma apresurada. Encendió su camioneta y recorrió las calles, divagando sobre el hecho que recién cometió y el destino que daría al último vestigio de su progenitor. Finalmente, se detuvo cuando inconscientemente terminó frente a un lote despoblado, ubicado en las cercanías de la Avenida Adolf B. Horn, en Tlajomulco de Zúñiga. Ahí —pensó— sería la tumba ideal para quien no significaba más que un delito del cual pretendía escapar a toda costa.

Jorge Octavio Cortés Hernández regresó a su domicilio y envolvió el cuerpo en una colchoneta. Lo cargó en sus hombros y lo echó a su vehículo. Regresó por herramientas para cavar el foso que ocultaría su crimen y, una vez con todo en la camioneta, se enfiló rumbo al predio aquel y lo sepultó.

Siete días transcurrieron para que la extrañeza de vecinos y familiares de no encontrar a don José Luis se hiciera evidente y la denuncia de desaparición llegara a la Procuraduría de Justicia. El presunto parricida señaló a los curiosos que la última vez que supo de su padre estaba platicando con una persona afuera de su casa, más ya no supo de él. Fue una coartada que le sirvió a la perfección, pues continuó con su vida habitual sin mayores sobresaltos.

Dos años después, el crimen se resolvió y el autor confesó la razón por la cual actuó de esa manera. El área de Desaparecidos de la Procuraduría sospechó de la tranquilidad con la que Jorge Octavio realizó sus declaraciones y esto levantó sospechas, hasta que finalmente las tácticas del interrogatorio rindieron frutos y la máscara cayó.

“Toda la vida me trató mal; no me daba de comer, nunca se ocupaba de nosotros. Desde que una novia mía me dijo lo que él hablaba de mí, empecé a planear si lo mataba o no. A veces decía que no, pero me ganó el coraje…”, fue el discurso que dio ante las grabadoras de la fiscalía estatal.

Tras obtener la confesión, el área destinada a resolver el hecho acudió al sitio en que se encontraban los restos. El parricida confeso los condujo al predio que no visitaba desde que ultimó a su padre y, tras lidiar con 50 centímetros de tierra, se reencontró con él, sólo que la imagen del hombre aquel que abatió a palos era distinta.

Las heridas que le ocasionó seguían ahí, evidenciando la saña con la cual asestó su ataque. La fosa clandestina había devorado la piel de su familiar; sólo restaba una osamenta consumida por el tiempo.

Las miradas de los agentes investigadores se clavaron en el hombre que rato antes les reveló el artero crimen; la lucidez que demostró al reencontrarse con el hombre que le dio vida, en ese grotesco estado, sólo evidenció que, como dos años atrás, el saberse asesino de su padre continuaba sin importarle en lo absoluto.
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