Jalisco
— Un clásico
Fue un especie de pintor costumbrista de una realidad urbana muy específica
—II—
Gabriel Vargas fue a la historieta, con creces, lo que José Rubén Romero, Armando Jiménez, Hermenegildo Torres y Oscar Lewis, a través de “La Vida Inútil de Pito Pérez”, “Picardía Mexicana”, la “PUP” y “Los Hijos de Sánchez”, respectivamente, quisieron ser a la literatura, o lo que Cantinflas fue al cine. Fue un especie de pintor costumbrista de una realidad urbana muy específica: la del lumpenproletariado de la Ciudad de México.
Lo fue en una época en que la historieta cubrió, durante más de una generación, la transición entre el libro, la televisión y la computadora con todas sus variantes. Sus personajes (Regino, Macuca, Borola, Regino chico, Foforito, Cristeta Tacuche, Ruperto, Avelino Pilongano, Gamucita, El Tractor, Wilson...) tenían la peculiaridad que Gabriel García Márquez reconocía en los que creó Juan Rulfo para su magistral novela Pedro Páramo: llevaban el nombre que les quedaba a la medida. Como decía Jorge Amado de sus criaturas: tenían vida propia.
Sin perder el equilibrio; sin caer en el recurso barato de las vulgaridades en su acepción más ramplona —las leperadas, las situaciones escatológicas o el lenguaje ídem—, retrataban magistralmente a los arquetipos de la clase social media-baja, e incluían, con el fino recurso del sarcasmo, su buena dosis de crítica social: los políticos atrabiliarios (perdón por el pleonasmo); los impartidores de justicia venales (la mano enguantada en el escritorio de los jueces, con una rotunda e imperativa leyenda; “Caifás”)...
—III—
“La Familia Burrón” fue tema de doctas monografías y de sesudas tesis sobre semántica, antropología o sociología popular. Vargas, así, tal vez sin proponérselo, hizo lo que muchos autores serios no han conseguido: enseñar divirtiendo. Se lleva la gratitud imperecedera de una generación de mexicanos que encontró en su obra una etapa inicial o intermedia en la afición por la lectura.
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