Jalisco

— Intriga palaciega

Al ciudadano común los conflictos que se desarrollan en las nauseabundas y tenebrosas antesalas del poder, le dan urticaria complicada con retorcijones

Para el ciudadano de a pie, la diferencia esencial entre un capítulo de intriga palaciega —como el que acaba de resolverse con la destitución de Óscar García Manzano como cabeza visible de Pensiones del Estado— y un chisme de vecindad, estriba en que este último, de ordinario, suele ser más interesante... y menos repugnante.

—II—


De entrada, al ciudadano común los conflictos que se desarrollan en las nauseabundas y tenebrosas antesalas del poder, le dan urticaria complicada con retorcijones. Sucede así por dos importantes razones: una, que pocas veces puede confiarse en la veracidad de las versiones que acerca de esos hechos se difunden: entre la verdad oficial y la verdad sin apellidos, suele haber un abismo; otra, que si por casualidad llega a conocerse, en efecto, “la verdad verdadera” —como decían las abuelas— sobre tales acontecimientos, la regla es que se llegue, fatalmente, a la consabida conclusión: “Mientras más conozco a los políticos... más quiero a mi perro”.

En el asunto de referencia, y que supuestamente es noticia, se teje una trama de enredos, enjuagues, componendas, trastupijes y traiciones —toda la gama de las bajezas humanas, en suma—, urdida por un personaje extremadamente diestro en el arte de escalar posiciones en la pirámide del poder, pero a base de arrastrarse —no de volar—, con el ánimo de favorecer el triunfo en las elecciones, de un candidato... de la oposición. Es decir, si no de un enemigo en toda la extensión de la palabra, sí, ciertamente, de un adversario político.

—III—

La versión, que lejos de desmentirse se ratifica desde la perspectiva de diversas fuentes cada hora que pasa, revela a qué temperatura se cuecen las habas en el caldero de la lucha por el poder, desnuda el lugar que ocupan en el juego de la política las convicciones (correcto: suelen pender de un palito, a un lado del inodoro), y envía al ciudadano común —el tonto de Patolandia al final del cuento— el mensaje de que su voto se limita a ser, a despecho de su nobleza y su buena fe, el instrumento que legitima el encumbramiento no precisamente de los más aptos para el servicio de la sociedad, sino de los más astutos, desvergonzados y perversos trepadores profesionales.

(¿Quién dijo que “La política —mala palabra en todos los idiomas, por cierto— no tiene contemplaciones ni para la moral ni para el derecho de los ciudadanos”...?).
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