Jalisco

— Consigna

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En efecto: “Del dicho al hecho...”.
Rubén Moreira (“Decíamos ayer”, con la venia de Fray Luis de León), candidato priista a la gubernatura de Coahuila, al cabo de una encerrona de los dirigentes de la agencia de colocaciones que lo promueve —la crema y nata del período precámbrico precoz, en materia política, en este país kafkiano—, soltó la baladronada de proclamar a los cuatro vientos que la caritativa y patriótica consigna de los cabecillas a sus huestes, estriba en “aplastar al PAN” en las elecciones del año próximo, y recuperar —así, a la brava— Los Pinos, de donde fueron defenestrados con cajas destempladas hace casi 11 años: una eternidad, para quienes veían en la residencia presidencial el símbolo de una hegemonía que suponían imperecedera... pero que un día aciago se desvaneció como pompa de jabón que se queda unos segundos congelada sobre la cabeza de un niño.

—II—


La respuesta no se hizo esperar. De la otra esquina (conste: no se dice “de la esquina de los técnicos”; eso, lector amable, decídalo usted; una opción pudiera ser “los rudos” y “los trogloditas”...), como tapón de sidra, salió la réplica...
Carlos Alberto Pérez Cuevas, diputado panista, calificó al de Moreira como “léxico de sicario” o “lenguaje de bravuconería de cantina”. Y matizó que en una contienda democrática “no se aplasta, no se desaparece” al adversario... El senador (y precandidato panista a la Presidencia de la República) Santiago Creel Miranda, lo mismo: “Nosotros —anunció— vamos a competir, vamos a ganar (‘ya veremos...’, sentenció José Feliciano), pero no vamos a aplastar a nadie, y menos a un partido”.

—III—

Así debería de ser. Así es, de hecho, en los países civilizados, en las democracias maduras, donde se presupone, por una parte, que el valor supremo de la contienda que se dirime en las urnas es la preocupación por mejorar las condiciones de vida del pueblo, y, por la otra, que al vencido en los procesos electorales corresponde, por voluntad mayoritaria de los ciudadanos que emiten su sentencia irrevocable y distribuyen los roles que quienes alcanzan los cargos públicos deben desempeñar, la elevada función de vigilar —y fiscalizar, y denunciar, llegado el caso— los actos del gobernante, proclive, por la misma naturaleza de su puesto, a la corrupción.
Un cargo, en efecto, por demás digno y honroso... si una poca de humildad y un poco de respeto por el sentido profundo de la democracia hubiera.

JAIME GARCÍA ELÍAS / Periodista y conductor radiofónico.
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