Jalisco

— Cebrián

¿Qué demonios tiene la política, que contamina todo lo que toca?

Casualmente, el mismo día que el destino regaló a España la oportunidad de hacer momentáneamente a un lado sus actuales conflictos socio-económico-políticos y aun sus añejas pugnas regionalistas para celebrar, al unísono, haber llegado a la cima del futbol mundial (llegar a la final es ascender a la cumbre; ganarla es alcanzar la gloria), fallecía en Madrid, a los 96 años, un periodista. Su nombre: Vicente Cebrián Carabias. Una de sus lecciones, imprescindible para los eternos aprendices del oficio:
“Hay que desconfiar, sistemáticamente, de las declaraciones oficiales”...

—II—


La lección no sólo tenía validez para el periodismo de su tiempo. Su aplicación tampoco tenía por qué circunscribirse a su entorno inmediato: su ciudad, su país... Porque invitaba a desconfiar, por sistema, de boletines, comunicados, discursos, respuestas —en buena medida prefabricadas— tanto a preguntas formuladas en entrevistas formales o en ruedas de prensa cuanto a las planteadas en entrevistas “banqueteras” —más espontáneas, en apariencia... pero no necesariamente más sinceras—, se impone el subrayado: Cebrián no sostenía, categóricamente, que los políticos siempre mienten; si así fuera, ya no engañarían a nadie: todo mundo sabría que cuando dicen “sí” quieren decir “no”, y viceversa. Sí recomendaba, en cambio, dudar de sus palabras; sin descalificarlos a priori; sin dejar de concederles ocasionalmente el beneficio de la duda, no firmarles, jamás, un cheque en blanco; sospechar, siempre, que los altos funcionarios públicos (y mientras más altos, más, puesto que para escalar —muchas veces arrastrándose, casi nunca volando— las cimas del poder se necesita ser doctor en la ciencia de tragar sapos sin hacer gestos) son como los diplomáticos: maestros en el arte de decir “¡Qué lindo perrito!”... mientras se agachan a recoger la piedra.

—III—

¿Qué demonios tiene la política, que contamina todo lo que toca?... ¿Por qué se considera que políticos o funcionarios públicos que han merecido como galardón de sus contemporáneos el calificativo de incorruptibles —Tomás Moro y Robespierre en el pasado, Baltasar Garzón en el presente...— son honrosas excepciones que confirman la regla de improvisación, oportunismo, ambición desmedida, falta de escrúpulos y proclividad a la corrupción?...

Quizá la clave esté en el espejismo de la democracia, que engaña al pueblo simple haciéndolo creer que él elige a sus gobernantes, sin reparar en cuánta razón tenía George Bernard Shaw cuando decía —palabras más, palabras menos...— que la tan festinada democracia sólo sirve para legitimar a una minoría corrompida, mediante los votos de una mayoría incompetente.
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