Jalisco

— Burra arisca

El planteamiento de que los inversionistas sólo quieren la luz verde y la concesión del sistema durante 25 o 30 años y que ellos se encargan del resto, parece demasiado bello para ser cierto

Hay ardides dialécticos de antología. Desde las sofisticadas chapuzas argumentales de los escolásticos hasta la consabida charada de “dos de la vela y de la vela dos”, pasando por gemas de la picardía, como este atento mensaje a los comensales de “La Bodeguita del Medio”, en La Habana: “Para que el cliente se lleve / un recuerdo de por vida, / el dueño a ofrecer se atreve / la cuenta así dividida: / le cobramos la comida... / y usted paga lo que bebe”.

—II—


Del reporte del viaje de fin de semana a Atlanta, al que acudieron el gobernador de Jalisco y el presidente municipal de Guadalajara, con la intención de conocer detalles del proyecto de dotar a la otrora “Perla de Occidente” (una ciudad cada vez más tercermundista, a despecho de sus aristocráticas pulgas) de un sistema de transporte colectivo absolutamente primermundista (un tren de levitación magnética similar a los que ya operan en China, Japón, Alemania y Canadá), se desprende la sospecha de que pudiera tratarse de una variante de los ejemplos referidos.

El planteamiento de que los inversionistas sólo quieren la luz verde de las autoridades y la concesión del sistema durante 25 o 30 años y que ellos se encargan del resto, parece demasiado bello para ser cierto. La aseveración de que el proyecto sería financieramente viable a partir del actual esquema de tarifas para el transporte colectivo en la región (seis pesos: poco menos de 50 centavos de dólar), se antoja utópico. La garantía de que no habría necesidad de subsidio gubernamental (es decir que, como ocurre con el Metro de la Ciudad de México, cuyo costo de operación es viable merced a que los contribuyentes, todos, usuarios del sistema o no, pagan el déficit en la operación que representa cada pasajero que aborda los trenes), invita a pensar que, en efecto, ahí hay gato encerrado.

—III—


La sospecha —-corroborada por la experiencia y avalada por la historia— de que los gobernantes rara vez dicen la verdad, invitaría a que la sociedad civil, antes de concederles el beneficio de la duda, se asegurara de que pongan las cartas sobre la mesa, boca arriba, quienes impulsan un proyecto que se antoja demasiado moderno para una ciudad cuyas autoridades, a lo largo de varias décadas, parecen haber condenado a sus habitantes a la mediocridad en todos los servicios públicos.

Después de todo, la burra no era arisca; así la hicieron ellos.
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