Jalisco

— Agonía (y II)

'La voz del pueblo es la voz de Dios'

Hace cinco años fallecía el Papa Juan Pablo II. Durante sus funerales surgió espontáneamente, de las entrañas de la multitud, un clamor: “¡Santo súbito!” (santo en seguida)...

En teoría, complacer a la muchedumbre hubiera sido lo más fácil. Poncio Pilatos, hace casi dos mil años, había puesto la muestra: doblegarse ante la sentencia de la turba, y lavarse las manos mientras se daban los primeros pasos para crucificar al predicador acusado de blasfemo.

Acá, puesto que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, canonizar a uno de los pontífices más carismáticos de la historia cuando sus restos aún estaban tibios —tómese esto último como metáfora— hubiera sido un golpe de efecto magistral.

—II—


Sin embargo, se prefirió respetar las formas: dejar que transcurriera el plazo mínimo para promover la causa de beatificación; aguardar a que se reportara el milagro (suceso inexplicable por las leyes naturales) solicitado a Dios por su intercesión, etc. Lamentablemente, se diría que el diablo metió la cola: se supo de las acusaciones de pederastia contra algunos sacerdotes, que Juan Pablo II desestimó (las de Marcial Maciel, por ejemplo) o minimizó.

Vinieron, adicionalmente, las críticas, sistemáticamente sofocadas durante su pontificado, acerca de las particularidades del mismo: lo positivo, su facilidad para acercarse a las multitudes; lo negativo, lo superficial de ese contacto: millones lo veían; pocos lo escuchaban. Lo más trascendental: la regresión de la Iglesia a los tiempos anteriores al Concilio Ecuménico Vaticano II; la resistencia al “aggiornamento” (puesta al día) planteado por Juan XXIII cuando los periodistas le preguntaron para qué un concilio en pleno siglo XX.

—Para esto —les dijo, mientras abría de par en par la ventana de su estudio—: para que entre aire fresco.

—III—


Los críticos —que no enemigos— de la Iglesia bosquejaban la opción que se abría en el camino histórico de la dos veces milenaria institución, a la muerte de Juan Pablo II: que su sucesor fuera un Juan XXIV... o que fuera un Juan Pablo III; el primero —planteaban— convocaría a un Concilio Vaticano III que propiciara el tránsito de la modernidad a la postmodernidad y se acogiera más a verdades comprobables que a dogmas insostenibles; el segundo se encerraría en la soberbia de creer que el compromiso de asistencia que el Espíritu Santo —según la fe— tiene con la Iglesia, equivale a un contrato de exclusividad con ella...
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