Internacional

Sólo fui un aspirante a dictador: Pinochet

El tiempo ha ablandado la expresión facial de dureza que era tradicional en Pinochet

CIUDAD DE MÉXICO.- “Sólo he sido un aspirante a dictador –dijo el general Augusto Pinochet–. Siempre he sido muy dado al estudio, no excepcional, pero he leído mucho, sobre todo historia. Y la historia nos enseña que los dictadores siempre acaban mal.” Dijo esto con una sonrisa irónica.

El tiempo ha ablandado la expresión facial de dureza que era tradicional en Pinochet. En su cara hay ahora más sonrisas que ceños y ya no se pone las siniestras gafas oscuras que solía llevar. Ahora parece un abuelo bondadoso. La voz se le ha vuelto trémula y áspera, y se le han encanecido el pelo peinado con raya perfecta y el bigote. Ha echado barriga, lleva audífono y anda arrastrando los pies y con titubeos.

En vez de uniforme militar, ahora viste traje y una corbata adornada discretamente con alfiler de perla.

Otras cosas, sin embargo, no han cambiado. Su expresión sigue siendo inescrutable. Su cara es ancha, sus ojos pequeños y azul claro, su mirada fría y astuta. La sonrisa, que aparece y desaparece con la misma rapidez, acentúa las patas de gallo. Sus opiniones no parece que se hayan modificado mucho. “Por desgracia –dice–, hoy casi todo el mundo es marxista, en todas partes, aunque ellos mismos no se den cuenta. Siguen teniendo ideas marxistas.”

Pinochet va a cumplir ochenta y tres años y tiene intención de justificar sus actos y limpiar su lugar en la historia.

Me explicó por qué no se consideraba un verdadero dictador mientras estábamos sentados a una mesa grande del comedor de una casa que le sirve de despacho y que está al doblar la esquina de su antigua residencia presidencial, en Las Condes, una elegante comuna, o municipio, del área metropolitana de Santiago de Chile. En la calle había agentes de seguridad con walkie-talkies vigilando la casa y patrullaban por las habitaciones contiguas y por el jardín, con el bulto de las armas deformándoles la pechera de la chaqueta. Sentados a la mesa con nosotros había dos ayudantes de Pinochet, uno un coronel en servicio activo.

Tomaban notas y grababan la conversación. A los que le rodean no les gusta que hable con periodistas, pero su hija Lucía lo ha animado a dejarse entrevistar por mí, porque piensa que si la gente conociera mejor a su padre, lo calumniaría menos. Lucía me había advertido que era un hombre brusco y me rogó que no lo provocara sacando a relucir el tema de los derechos humanos. Tiene varias causas pendientes, civiles y criminales, relacionadas con torturas y asesinatos.

Cuando entró en la habitación, me estrechó la mano, pero no me miró a los ojos, y cuando se sentó se quedó mirando fijamente a su hija. Lucía, ya en la cincuentena y con la cara ancha del padre, me había contado que en privado era un hombre cordial, con sentido del humor, así que le di las gracias por recibirme, sobre todo porque tenía entendido que los periodistas lo “aterrorizaban”. Al oír aquello se echó a reír; y entonces me miró. No le aterrorizaban, dijo.

Era sólo que los periodistas tergiversaban siempre sus palabras. Pinochet me explicó que no había caído en la trampa histórica de los dictadores porque en ningún momento había tenido el poder absoluto. Al principio había habido una Junta de Gobierno compuesta por él y otros tres generales, los jefes de los tres ejércitos. “Con el tiempo pasé a ser el que mandaba, porque la cosa no funcionaba con cuatro al frente. Uno daba órdenes por aquí, otro por allí, otro por allá; así no se hace nada, nada. ¡No se avanza!” Luego había modificado la constitución chilena para, entre otras cosas, legitimar su régimen de hecho nombrándose presidente del país. La constitución anterior era un fastidio.

“¡Te maniataba! ¿Cómo puede nadie estar atado de manos? Para poder actuar, hay que estar en condiciones de fijar las metas. Si sales al campo de juego, hay que saber dónde está la portería. Así que establecí las metas.”

Al margen de las sutilezas definitorias, Augusto Pinochet es una criatura de lo más excepcional, un dictador que consigue sus objetivos. Según los sondeos de opinión chilenos, alrededor de la cuarta parte de sus conciudadanos lo sigue venerando. Exceptuando quizá a Franco, no tiene hermanos modernos. (Pinochet fue el único jefe de Estado extranjero que asistió al entierro de Franco, en 1975. Ferdinand Marcos envió a su mujer, Imelda.)

Al igual que Franco, Pinochet es un militar ultraconservador y nacionalcatólico, de personalidad mediocre, que adquirió repentino protagonismo. Los dos se impusieron recurriendo a la violencia y se sirvieron de las fuerzas de seguridad para mantenerse en el poder. Y, con el tiempo, los dos transformaron su respectiva sociedad y fortalecieron y modernizaron su economía. Pinochet sabe que se le compara a me nudo con Franco, pero guarda silencio sobre el parecido. “Cada país tiene el líder que le corresponde –dijo con cautela–. Franco fue necesario para España.”

Pinochet nació en 1915, en la ciudad portuaria de Valparaíso. Su padre fue un tranquilo funcionario de aduanas que deseaba que su hijo estudiase para médico; pero Augusto quería ser militar y su madre lo apoyó. Ingresó en la Escuela Militar en 1933, con diecisiete años. Su padre murió joven, pero su madre falleció hace poco y hasta el final influyó mucho en el hijo.

En 1943 contrajo matrimonio conotra mujer fuerte, Lucía Hiriart; tenía diecinueve años y era hija de un exsenador y ex ministro. Cuando la conocí en Santiago, Lucía Hiriart, una eleganteanciana de setenta y tantos años,me confesó que, como hija de político, no le había gustado que su maridoestuviese “sometido” a la jerarquía militar y que le había animado a escalar puestos más altos. “Cuando hablábamos de su futuro, repetía que le gustaría ser algún día comandante en jefe del ejército. Yo le decía que podía llegar aministro de Defensa.”

Pinochet fue ascendiendo en el escalafón militar y en 1971, ya general de división, fue nombrado comandante en jefe de la guarnición de Santiago. Por entonces había escrito ya varios libros de geografía militar y geopolítica. En agosto de 1973, Salvador Allende, elegido presidente tres años antes, lo nombró comandante en jefe del ejército. Su esposa dice que no se lo podía creer cuando su marido le comunicó la noticia; pensaba que lo decía en broma. Menos de tres semanas después, el ejército daba un golpe de Estado y Allende se suicidó durante el asedio del palacio presidencial de La Moneda. El marido de Lucía Hiriart iba a gobernar el país y ella sería la Primera Dama.
“Mi marido me había enseñado que, siguiendo una carrera normal, habría llegado a coronel. Todo lo que había por encima dependía de la suerte. Lo hicieron general por política. Me llaman mesiánica por decirlo, pero yo creo que si llegó a presidente fue por la Divina Providencia.”

Permaneció en el poder diecisiete años. Mientras estuvo en el cargo, fueron asesinadas o “desaparecidas” más de tres mil personas, y decenas de miles fueron encarceladas o se exiliaron. La nueva constitución, aprobada en 1980, concedía a Pinochet un mandato presidencial de ocho años, pero confiaba tanto en su popularidad que en 1988 convocó un referendo preguntando si se le concedía otro mandato de ocho años. Se llevó una sorpresa cuando el resultado fue negativo y dos años después dimitía del cargo.

Se restableció la democracia con gobierno civil y se eligió presidente a un democristiano. El año que viene hay elecciones y el candidato presidencial favorito, Ricardo Lagos, es socialista y antiguo colaborador de Allende.

El país heredado por los nuevos dirigentes democráticos es próspero y progresista. Santiago, la capital, donde vive la tercera parte de los chilenos, se alza en una fértil hondonada que se extiende al pie de los Andes y su contaminada atmósfera ambarina ya no permite ver casi nunca las montañas coronadas de nieve. Las torres de oficinas de mármol y vidrio negriazul desplazan a las villas que formaban los barrios más elegantes de la ciudad; las cepas de los viñedos se arrancan para levantar centros comerciales y urbanizaciones al estilo estadounidense. En los cruces de las congestionadas avenidas hay grandes rótulos que anuncian tarjetas de crédito, teléfonos móviles y ordenadores portátiles.

Santiago es pionera en Latinoamérica de ese pujante espíritu del libremercado que transforma todas las áreas urbanas en mosaicos de polígonos industriales, autopistas, complejos de oficinas y periferias en expansión. En el nuevo Chile, la moderna embajada estadounidense, semejante a una fortaleza, goza de una posición prominente en un recinto amurallado que hay entre el río Mapocho –un maloliente y grisáceo curso de agua que divide Santiago en dos– y un deslumbrante campo de edificios de oficinas y hoteles que los santiaguinos llaman Sanhattan.
 
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