Habiendo llegado al quinto piso de la vida (como han dado en denominar a cada decenio de la edad que se cumple), a la solterona fumadora de la cuadra no le hace la menor mella observar el montaje fotográfico de un feto morado, engarruñado sobre una cama de colillas, impreso en la tapa superior de la cajetilla de cigarros que compra día con día y que le advierte que fumada tras fumada, puede matar a su bebé. El ejercicio de la maternidad, según se lo ha hecho saber al barrio entero, no figura entre sus planes a mediano plazo. Dice que tampoco le arredra, ni le incita a abandonar el insano vicio, la imagen de un lisiado sobre muletas que advierte sobre la pérdida de “algo más que un miembro”, ni la de un chiquillo lloroso por el padre encamado en un hospital, y mucho menos el fotograma de una pequeña que gime frente al ataúd en el que yace un difunto de plástico amoratado que sobresale del cajón, al más puro estilo hollywoodense. La inserción más reciente, en donde se muestra una boca artificialmente abierta para mostrar unos dientes enlamados y cacarizos por los que, evidentemente, ha pasado más nicotina que pasta dental, a la optimista vecina si acaso le provoca cierto “asquito”, pero no le alienta a abandonar el vicio, porque aclara que su propia dentadura es postiza, puede lavarla todos los días y hasta tallarla con piedra pómez para que reluzca como en cualquier anuncio de dentífrico que se precie de efectivo. A la imagen que concede cierto poder de convencimiento, aunque no mucho, y basándose en que la mujer exhibida es mucho más vieja y flaca que ella, es a la fotografía de una dama lánguida y ojerosa que con una mascarilla de oxígeno en la mano, trata de remediar la inminente asfixia. Ésa, admite que, aunque maquillada con exageración, es la única realidad que remotamente pudiera atañerle, pero tampoco le espanta, porque bromea con que de algo tendrá qué morirse y, si la huesuda le sorprende entre volutas de humo y accesos de tos, pues ya le tocaba. Todo lo admite y hasta le pespunta ribetes de humor negro; para todo tiene salidas y respuestas que no admiten más que el reconocimiento de que se trata de una fumadora empedernida a la que ni el alto precio de los cigarros amilana y se consuela pensando que en Estados Unidos son mucho más caros y no ha bajado el consumo. Al parecer, ni siquiera repara ya en los apocalípticos mensajes impresos en las cajetillas, siempre y cuando su ración cotidiana de tabaco no le sea provista en una cajetilla coronada con la efigie de una rata muerta porque, entonces sí, le arma al tendero un “pancho”, como el que me tocó atestiguar por estos días. Como consumidora fiel, casi con tarjeta de cliente consentido, no admite que el insensible expendedor no se fije ni haga lo imposible por tenerle en existencia sus pitillos favoritos, cuya envoltura advierta que por fumar se pudieran poner a cabalgar hasta ocho jinetes del Apocalipsis, pero nunca con la foto de una rata muerta. Ver y oír, para creer.