Ideas
Contrastes en mi país nublado
Para Daniel, que cumplió ayer 26 años y nació en tormenta
Las vacaciones nos permiten que, siendo los mismos, podamos mirar con más serenos ojos. Descubrimos nuevos ángulos. No es que subiera al Monte Carmelo —aunque visité una hermosa instalación carmelita—, pero anduve los días pasados por bosques y valles de Jalisco y del Estado de México. Agradezco a quienes hicieron posible esa pausa. Conocí a personas contentas con lo que el día les ofrezca. Hombres, niños, mujeres. Un hombre feliz, don Santos García, no sólo vende orquídeas. Las cría y poliniza, y enseña a cuidarlas a quien se acerque al vivero donde trabaja, el “Río Verde”, a pocos minutos de Temascaltepec. Basta media hora de conversación con él para salir con maderas, palitos, macetas y casi un diploma de introducción al cultivo apasionante de dichas plantas. Los niños que conocí en Valle de Bravo vendían manojos de “té de monte” en los portales del Centro, un poblado que me trajo reminiscencias de Tapalpa, San Cristóbal de Las Casas, San Miguel Allende y Ajijic. Mostraban sus perfumadas yerbas a los clientes de la heladería Los Alpes, y se les iluminaba el rostro, como a todo niño en todas partes del mundo, cuando obtenían el regalo de algún barquillo de fresa o mantecado. Dos niñas adolescentes ofrecían cubetas de hongos silvestres a orillas de la carretera de Valle de Bravo a Toluca, en zona boscosa. Los acomodaban por colores y tipos, o de plano revueltos. Me contaron que salían de sus casas a buscarlos en la neblina, todos los días a las seis y media de la mañana. No obstante el cansancio, y sin duda con carencias históricas, lucían contentas por la vendimia. Me traje una bolsa de hongos todos los colores y tamaños y los cociné en casa, ante la mirada incrédula del señor de los bigotes con el que vivo, que sólo se atrevió a probar unos de color morado después de que me vio salir ilesa de la aventura. En Valle de Bravo y Avándaro hay dos restaurantes conocidos como Los Churros. Cuando los parroquianos se instalan, se les dan crayones de colores y hojas de papel. Cuando se retiran, se les ofrece cinta adherible para que peguen su obra de arte en los muros del local. Da gusto ver cómo las meseras sirven con alegría, y paciencia, a la chiquillería que abunda, y cómo el público disfruta con alcachofas frescas, sopas de hongos de la región, churros con chocolate y cajeta, y sobre todo con la improvisación pictórica. No son trazos de opinión política los que comparto hoy. Son ráfagas, visiones, de este país que necesita sacar sus crayolas y pinceles, o sus comales, encender sus fogatas o chimeneas y, sobre todo, sacarse a pasear por valles y cascadas, donde crecen con profusión los helechos, y también los tréboles de cuatro hojas, los de la buena fortuna.
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