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Visiones de Atemajac

Francisco Goitia (14)

Prosigamos con sus paisajes. En 1939 pinta dos espléndidos óleos representando grupos de olivares. Estamos frente a visiones idílicas, esperanzadoras, casi celebratorias. Esto sería una paradoja si nos atenemos a la carga dramática y con cierta dosis autodestructiva que buena parte de la obra goitiana muestra, pero, y esto es el quid del asunto, no resulta tan contradictorio, pues en realidad, los mensajes semiocultos que nuestro querido maestro busca que "leamos" rondan más eso: la esperanza, tanto la terrenal como la ultraterrena. Detrás de sus ahorcados, de sus brujas, de sus paisajes desolados se esconde, insisto, una celebración vital. Violenta, atropellada, grotesca, pero vida al fin. Los paisajes de olivares son la mejor prueba. Resueltos con toda la ortodoxia técnica, compositiva y cromática (incluyendo cierto "plen air" impresionista), estos cuadros proyectan el ánimo que Goitia experimentaba en esa etapa. ¿Cómo estaba? Creo que calmado, en paz, reconciliado con el mundo externo y -sobre todo- con sus torbellinos internos. Ciertas formas dramáticas en las ramas y ciertas sinuosidades en los follajes estuvieron a punto de rebasarlo, de brincarse las trancas, pero Goitia, finalmente, las sometió a un discurso de pausa y reflexión.

En contraste, los dos paisajes de Pinos, Zacatecas, de 1942, nos hablan de un ánimo opuesto: encontramos desolación, tierra estéril, atmósferas depresivas. Si en general la obra artística verdadera no puede pecar de hipocresía, en el caso de Goitia esto sería prácticamente impensable. Nunca hubo lugar a concesiones. Si en esa coyuntura él estaba "blue", el mundo también lo estaba. Nos deja, sin embargo, ciertos atisbos de aquella esperanza mencionada. En el paisaje donde caminan un par de pequeñísimos campesinos cargados con leña deja esa posibilidad abierta. Esta imagen, por cierto, se vale de un formato horizontal (50 por 100 centímetros), de una línea de horizonte ubicada en la sección áurea superior y del contrapunto de unos magueyes verdosos ubicados en el punto dinámico inferior izquierdo, para solamente remarcar lo agreste de la tierra, lo insondable de la naturaleza. En el otro paisaje de Pinos, el del territorio vasto y el inmenso cielo frío interrumpidos por unos vestigios humanos (como el breve caserío dispuesto a la izquierda de la composición) o naturales (como las lejanas parvadas de aves), también presenta la dualidad que nos ocupa: desolación humanizada o, debo decir, soledad jubilosa.

El espléndido Paisaje de Santa Mónica, de 1950, sintetiza algunas de las constantes goitianas. Por un lado, exalta la vida a través de los brillantes colores del azulísimo cielo abierto o por conducto del sepia potente de la inmensa barda horizontal que rodea los silos ancestrales, contrastado por el amarillo intenso del terreno. Por otro lado, nos arrastra contra el suelo pedregoso, nos restrega violentamente el rostro con los signos del mundo transitorio, mortal: en el primer plano ubica una osamenta de un animal que nos recuerda que polvo somos… Hay algo de película de ciencia ficción en la escena. La nitidez de la atmósfera parece emerger un día después del desastre, o, ¿por qué no?, nos remite a la claridad y calma que, según las crónicas bíblicas, imperaron una vez finalizado el diluvio.

En el Paisaje de Zacatecas con ahorcado II, el maestro vuelve a las andadas. Está pintado en 1959 pero, indudablemente, cierra un ciclo. En un lóbrego paraje con un sol velado y árboles retorcidos inserta ahorcados, búhos y osamentas: la escena tiene mucho de caricaturesco y cinematográfico. Se trata de un divertimento despojado de la gravedad y el rigor técnico de obras previas: aquí, finalmente, están conjurados los demonios.

navatorr@hotmail.com
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