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Visiones de Atemajac

Saturnino Herrán (7)

Un Pordiosero, un anciano entonando; El último canto y El cofrade de San Miguel me permiten cerrar el análisis iconográfico herraniano.
El Pordiosero es un óleo de 129 por 90 centímetros fechado en 1914 y perteneciente al Museo de Aguascalientes. Representa a un anciano apabullado por la mendiguez. Encorvado y aterido por la intemperie, se sostiene penosamente mirándonos entre sorprendido y esquivo. El personaje exhibe su mano izquierda vendada y, temerosa, la extiende para implorar limosnas. La derecha sostiene un bastón y el sombrero claramente pueblerino. Tanto el cromatismo resuelto en tonos verdes, pardos y sienas o la funcional composición que privilegia un rectángulo áureo para insertar la figura, nos hablan de la capacidad del artista para adecuar sus recursos a la intencionalidad del tema. La cabeza descubierta enmarca un rostro de facciones recias, pómulos sobresalientes y barba hirsuta. La piel, enrojecida, delata sus largas jornadas sobreexpuesta al sol y al frío. Los ojos son penetrantes, inquisitivos pero aguanosos por la edad. Un pesado jorongo cubre su cansado cuerpo. Parece una bestia herida en pie de lucha, no totalmente resignada al retiro para lamer sus heridas fatales. A la derecha de la figura el pintor dispuso una gran sombra. Semeja un fantasma. Un doble. Acaso una presencia liberadora: la muerte.

A través de El último canto del año 1914, Herrán deja constancia de su inocultable atracción por los ancianos. Tiene otros trabajos que así lo consignan, pero el que nos ocupa condensa dramáticamente la seducción que dicha condición ejerce en la sensibilidad del artista. Baste revisar la piel laxa y el cuerpo enjuto del personaje representado pero, sobre todo, concentrémonos en su rostro desgastado y dolorido para -inevitablemente- conmovernos. Este rostro es pura energía a punto de estallar. Es probable que en la representación de los ancianos (como de los ciegos) Herrán incurrió en cierto sesgo de morbosidad pero también lo es que, gracias al sincero naturalismo de que se valió y a su evidente humanismo, nuestro artista logró contactar la otra cara de la moneda: me refiero a la del genuino compromiso ético con el entorno social.

El cofrade de San Miguel, pintado en 1917, nos remite a uno de los sustratos mas inquietantes de la religiosidad en México, esto es, al fanatismo. No podemos engañarnos. Muchas de las antiguas cofradías diseminadas en las provincias remontadas han estado integradas, claro está, por devotos sinceros pero, muchas veces nos topamos con ánimas penando en quienes, detrás de sus afanes, se agazapan historias personales penosas tales como traumas, soledades o mojigaterías. Algunos de sus adeptos canalizan estos lastres por la vía del fanatismo y el exacerbamiento de las emociones y los sentidos. Nada más humano. Las creencias religiosas, sean las que fuere, en ocasiones ayudan a enfocar las visiones, en otras, las distorsionan. El cofrade de Herrán capta esta ambivalencia: hay devoción auténtica pero, simultáneamente, nos perturba con la actitud flageladora, la insólita venda ciñendo su frente y el enorme escapulario -en este caso intimidatorio- que el personaje porta en su pecho como divisa. Ya en el terreno formal, el soberbio cromatismo (con base en los verdes, dorados y cafés), así como la alta expresividad del rostro, luengas barbas y manos venosas del hombre nos hablan de un trabajo magistral.

Parece un cosaco ruso enfundado en una gruesa y pesada sotana, paradójicamente franciscana. La mirada, por último, denota cansancio y resignación pero contiene, al mismo tiempo, ciertos brillos conectados con la esperanza ultra terrena.
navatorr@hotmail.com
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