Deportes

* Genialidad

Por Jaime García Elías

Quien vio, ayer, el primer gol de Messi en la victoria del Barcelona sobre el Arsenal por 3-1, ya tiene algo que platicar a sus nietos...

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El lance, en tiempo de compensación del primer tiempo, fue un poema. El pase vertical de Iniesta, a la entrada del área, rompió la última línea defensiva del Arsenal y puso a Messi solo ante el arquero. Había una fracción de segundo para dar secuencia a la acción, porque el guardameta --Manuel Almunia-- se había lanzado, resuelto, en pos de la pelota...
El portero del Arsenal hizo, sin más, lo que viene en el librito y lo que se aprende en la escuela libre del futbol: poner el pecho a las balas.
Messi, en cambio, se olvidó del texto; se olvidó de todas las lecciones aprendidas a su paso --temprano aún, felizmente-- por esas canchas de Dios; se olvidó, incluso, del catálogo de sus propias genialidades, almacenado en la memoria...
Sin tiempo para pensar (a diferencia de lo que sucedió en su segundo gol del partido, tercero del Barcelona, conseguido de penalty, para el que la regla ordena que el tiempo se detenga hasta la ejecución... aunque eso implique postergar indefinidamente las sentencias en el Juicio Final), en la centésima de segundo transcurrida desde que el pase de Iniesta encendía la luz hasta el lance de Almunia que hacía previsible el aborto inminente del lance ofensivo, Messi hizo la genialidad: en vez de patear de primera intención, tocó maliciosamente el balón sobre la salida del cancerbero. Mientras éste se iba de bruces sobre la grama, con las manos vacías, la pelota, como si hubiera sido escamoteada por un duende travieso, describió una parábola a favor del atacante.
El resto fue la rúbrica del artista. Inconfundible. Inimitable... El toque a la red, y otra fracción de segundo comparable a la eternidad: el tiempo que transcurrió desde que los espectadores --cien mil en el estadio, millones desparramados por el mundo-- entendieron que acababan de ser testigos de un portento, hasta que de sus gargantas salió el corolario: el interminable monosílabo --del que resonarán, por mucho tiempo todavía, los ecos-- que puso el marco a la medida y dio sentido a la acción.

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Ahí queda, perenne en las memorias tecnológicas, el testimonio de que el futbol tiene detalles, a veces, que Mozart o Miguel Ángel firmarían con gusto.
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