Cultura
Mi novia Guadalajara
Mezquitán, un panteón que abre las puertas a una Guadalajara añorada
Este mural nació de un proyecto del año 2000, iniciativa de cuatro alumnos del CUAAD (Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño de la Universidad de Guadalajara): Marita Guadalupe Terríquez Oliva y Martha Edith García de la Torre, estudiantes de quinto semestre de artes visuales, así como José Ricardo Solís Rosales y Óscar Fabián Covarrubias Zumaya, de séptimo semestre. El tema es Las diferencias socioeconómicas existentes en la vida cotidiana mismas que trascienden hasta la muerte. Nada más adecuado para un camposanto que empezó como lo hizo este. ¿Conoce Usted la historia?.
Aunque el panteón de Belén tiene un sabor exquisito, Mezquitán tiene un sabor muy propio, muy característico, tanto por su mayor tamaño, que lo hace más accesible al público, como por su funcionalidad, extendida a través de los siglos, enclavándole en uno de esos barrios antiguos de la ciudad, donde la gente todavía se sienta en los rellanos de las puertas a ver pasar un tiempo que cada instante es más escaso, más apurado y con menos sabor a esa Guadalajara añorada. Podemos decir de alguna forma que mientras Belén es un panteón anciano y ya muerto, Mezquitán es un panteón vivo.
Mezquitán fue, en sus orígenes, un poblado perteneciente al reino de Tonalá. Al llegar los conquistadores, este poblado se componía por no más de medio centenar de habitantes. El crecimiento de la mancha urbana de la ciudad de Guadalajara pronto llegó a su cercanía, como había de llegar a Atemajac, a Mexicaltzingo y a Analco por el otro extremo. Mezquitán se constituye entonces en una de las garitas de entrada a la ciudad, construyendo el cementerio en terrenos antes dedicados a labranza y cría de ganado.
Se sabe que el cementerio se construyó por mandato del entonces gobernador Mariano Escobedo y se inauguró precisamente el día de los Fieles Difuntos del año 1896. La primera persona que se sepultó ese día fue el boticario Juan Jaacks, quien se había establecido en esta ciudad en el año de 1853. Su muerte, aunque oscura en cuanto a mayores detalles, se sintetiza como “trágicamente ocurrida en la población de Ajijic”.
Se cuenta que a algún mercadólogo con humor negro involuntario, como sólo suele haberlos en nuestro preclaro gobierno, se le ocurrió lanzar la oferta de sepultar gratis al primer difunto que llevaran a este panteón, la carrera fue entre este acomodado boticario y algún anónimo humilde. Nada atractivo aprovechar la oferta, pero existía el material en la persona del señor Jaacks y el otro de escasos recursos que el tiempo habría de olvidar.
Imaginemos la absurda carrera entre los deudos de ambas partes. Nada en el mundo me hace pensar que los cortejos fúnebres intentaran ganar la carrera apurando el paso, pero el hecho es que, competencia o no, quien ganó la curiosa oferta de sepultura gratis e inauguración del panteón fue el señor Jaacks, el boticario que llegó en carroza, mientras que al cuerpo del pobre lo trasladaban a hombros.
Es por eso que siento tan adecuado para la historia presente y pasada la conservación de esos murales, una forma plástica y actual de recordarnos la influencia de la situación socioeconómica en la vida y en la muerte. Pocos temas más propios para estos muros.
Pareciera que hoy, a tantos años de la inauguración de este cementerio, el tráfico, el desinterés y la falta de cultura quisieran sepultar en el algún espacio ajeno e inaccesible los recuerdos de lo que empezó por estas calles, en este mismo lugar. Los recuerdos mueren, pero tienen una gran virtud: pueden encontrar la resurrección si los escribimos, los comentamos, los transmitimos.
Pueden seguir vivos, ante todo en este barrio, donde todavía la gente acerca una silla al zaguán y en las tardes saluda a sus vecinos, donde todavía las hijas del barrio se casan con los hijos del vecino y se quedan a vivir en el mismo rumbo. Un sabor que perdura entre el ajetreo que rodea al cuartel, amenazando con hacerlo cosmopolita.
Ojalá que el vandalismo y la incomprensión cultural no terminen por borrar el testimonio material de la forma y el color, y con ellos la memoria que estos muros representan.
EL INFORMADOR / ADRIÁN CASTAÑEDA
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