Cultura
Luto en Marte
El afamado escritor estadounidense Ray Bradbury, maestro de la ciencia ficción, autor de ''Crónicas marcianas'' y ''Farenheit 451'', murió a los 91 años
Bradbury, que dispone ya de un cráter en su honor en la luna y que pidió que sus cenizas sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas, por las "Crónicas marcianas", esa excepcional colección de relatos sobre la colonización del planeta Marte que cambió para siempre el género fantástico y entusiasmó a Borges; por "El vino del estío" y "La feria de las tinieblas", dos de las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el delicado momento en el que los niños descubren la existencia del tiempo, de la muerte y de la responsabilidad; por la distopía "Farenheit 451" con su mundo de libros perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores contumaces en una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura -un tema tan actual-. Se le recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los de El país de octubre, que tanto han influido en autores de terror como Stephen King. Pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para mezclar en un combinado único la fantasía, la poesía, la maravilla, la nostalgia y la inocencia.
Criado en los sueños, esperanzas y pesadillas de los Estado Unidos que pasaron en pocas generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más portentosas y abracadabrantes tecnologías, Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920) se entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando en sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el ser humano no debería perder su alma en aras de ella. “No debemos llevar nuestros pecados a otros mundos”, dijo en una ocasión.
Era un gran moralista, con un lado indudablemente ingenuo y paternalista, incluso reaccionario, que a veces le lastraba, pero tenía el don de transportarte a un mundo de emociones y sentimientos prístinos e irresistibles. Sus diáfanas metáforas son como encajes de cristal que te arañan el corazón y te anegan los ojos de lágrimas.
Había sin embargo en él junto a la luz y el optimismo un lado oscuro, de miedo y culpa, en el que crecía fértil el musgo de lo espectral y de lo macabro. Pocos autores han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida. Es imposible recordar algunos de sus historias sin estremecerse, la del bebé asesino, la del perro que regresa de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la muerte y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer y sus hijos… En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la belleza del universo.
En esencia, con toda su cultura y sabiduría, Bradbury -y él mismo lo reivindicaba- nunca dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado y vivaz Douglas Spaulding con zapatillas de deporte nuevas de El vino del estío (1957), la preciosa novela en la que relató su infancia trasmutando su Waukegan natal en Green Town, su pequeña arcadia personal de cometas y zarzaparrilla. Ese lugar soñado hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran lector de literatura pulp, amante de las historietas, empezó a publicar en fanzines y en 1941 vendió su primer cuento. En 1950 publicó la obra por la que será especialmente recordado, Crónicas marcianas, un conjunto de cuentos vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de Marte que llenan de asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural melancolía y soledad. Cuando el año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice, California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos canales en la creación del Marte de las crónicas. No hay mucha ciencia-ficción en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol. Una de las cumbres del género, Bradbury es sin embargo muy diferente de otros populares maestros contemporáneos suyos como Isaac Asimov (+1992) o Arthur C. Clarke (+2008). Solo ahora, releyendo, caigo en la cuenta de qué solos nos hemos quedado en el universo al completarse la pérdida de la gran tripleta espacial.
Poco sexo en Bradbury, les advierto, un autor que dejó escrito: “Igual que mi amigo Ray Harryhousen concentró toda su libido en los dinosaurios, yo la puse en los cohetes, en Marte, en los extraterrestres y en una o dos muchachas que cuando me decidía a leerles mis historias huyeron muertas de aburrimiento”.
El País/Jacinto Antón
EL ÚLTIMO TEXTO
Publicó este lunes en The New Yorker
El que quizás sea el último texto periodístico de Ray Bradbury apareció publicado apenas este lunes 4 de junio en la edición vigente de la prestigiada revista The New Yorker. Ahí relata cómo llegó a la ciencia ficción, angustiado por la posibilidad de que la vida acaba en cualquier momento. El texto puede ser consultado en: http://www.newyorker.com/reporting/2012/06/04/120604fa_fact_bradbury
La mano y el guante. 451 palabras para Bradbury
mariño gonzález*
Los amantes de la ciencia ficción, contrario a la creencia popular, no vivimos con las cabezas embutidas en cascos espaciales ni la mente proyectada en el futuro. Tampoco soñamos —es decir, no siempre— con ovejas eléctricas o frigoríficos voladores. Nuestra afición es absurdamente terrenal, la lectura, y tiene uno de sus paraísos en la literatura de género, donde autores como Ray Bradbury —fallecido ayer contra su pronóstico de vivir hasta los 93 años— han hecho de la ficción futurista un pretexto para hablar de las carencias y preocupaciones del presente.
Similar a la de un mago, y siempre quiso ser uno de ellos, la imaginación de Bradbury trabajaba en la experiencia de un futuro subjetivo con la pretensión de incidir en el presente objetivo. Algunas de sus obras, entre ellas Crónicas marcianas, Las doradas manzanas del Sol o Fahrenheit 451, muestran la posibilidad distópica como advertencia de los equívocos que acarrea el mutante avance tecnológico. Hablamos de pantallas gigantescas y amigos virtuales cuyo resplandor opaca al de las piras donde los libros arden.
Ray Bradbury no cultivó la ficción científica con rigor y llegó a ser criticado por este “uso impropio”. Sin embargo, llevó el género a una cima al sacarlo de la sofisticación metálica y dotarlo de inusitada humanidad. En su obra —y aquí es momento de aclarar que no toda se suscribe a la ciencia ficción— importan más los sentimientos que los mecanismos, las personas más que la tecnología: “La máquina en sí es un guante vacío. Y la mano que lo llena es siempre la mano del hombre”.
Es fácil “que un sentimental se equivoque desde la perspectiva del hombre de ciencia”, respondía a sus críticos en una conversación con otro grande de la ciencia ficción, William F. Nolan: “Mi obra nunca servirá de manual para matemáticos. Pero me consuelo pensando que mientras el científico puede decirnos el tamaño exacto, el lugar, el pulso, la musculatura y el color del corazón, los sentimentales podemos sentirlo y conmoverlo con mayor rapidez”.
Bradbury era, ante todo, un narrador que se aferraba a la pasión por contar historias. Dentro y más allá de su obra literaria, el autor estadounidense fue, además, un defensor del conocimiento y luchó contra su trivialización. Así lo demostró en 2009, durante una videoconferencia que nos permitió a los lectores reunidos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara charlar con el mítico escritor: “Si las bibliotecas ya no están de moda, hay que ponerlas de moda nuevamente”, dijo, y los amantes de la ciencia ficción nos quitamos los guantes para aplaudir el tino. Y por más que los espíritus flamígeros busquen acabar con los libros, agregó, “el conocimiento arderá por siempre para calentar a la humanidad”.
Escritor. Autor de "Vietnam y Fútbol".
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