Cultura

Juan Kraeppellin (II)

Kraeppellin sorprendió a muchos e intrigó a otros tantos más a lo largo de su vida

Me quedo con tres flashazos del personaje y pintor. El primero lo remonto a mediados de los 70 del pasado siglo, cuando en compañía de mis compañeros de la céntrica Escuela de Artes Plásticas salimos a pasear por la avenida Juárez a la altura de la desaparecida Copa de Leche. De repente vimos en medio de la circulación de los vehículos a un corpulento y extravagante tipo intimidando a los automovilistas, al asomarse por las ventanillas tratando de venderles varitas de incienso. Quedamos asombrados. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era ese personaje? ¿De donde había salido? El reposado ambiente de la ciudad convencional de aquella época no estaba acostumbrado a tales avistamientos.

 Mi primera impresión de Kraeppellin fue la de un macizo y tozudo campesino alteño con el pelo güero y las facciones del rostro y grandes manazas curtidas por el sol. Vestía un mameluco que imitaba la piel de un leopardo, grandes tenis en forma de botines y una peluca violeta a manera de cresta de pajarraco. Traía por un lado su infaltable bicicleta y si no produjo choques o sobresaltos del corazón a los desconcertados automovilistas de la -por entonces- doble circulación de la avenida era solo porque, casi de inmediato, reaccionaban con júbilo (en ocasiones morboso) ante la escena.

El segundo recuerdo lo ubico a mediados de los 80. Coincidimos en una fiesta concurrida por profesores y alumnos del incipiente Instituto Cultural Cabañas. De pronto, en medio del ritmo trepidante de la música y las copas, Kraeppellin se abalanzó sobre una de las muchachas invitadas y en un irrefrenable impulso simuló un acto erótico. No pasó de ahí. Todo era un juego. Ella se incorporó entre nerviosa y divertida. Estallaron las carcajadas (y las expresiones de extrañeza) festejando la súbita ocurrencia de nuestro personaje. Comprendimos que donde ponía el ojo, ponía la bala. No andaba con medias tintas. Al poco rato, informado que se trataba del cumpleaños de quien esto escribe, sacó tres pequeños trabajos pintados en óleo sobre papel, escribió por el reverso sendas dedicatorias y me los obsequió así, sin más.

El tercer recuerdo lo remito al momento en que, a la mitad de una conferencia de arte en el Exconvento del Carmen, llegó Kraeppellin todo estrafalario y se sentó en las primeras filas incomodando a la concurrencia. Al poco rato y de manera inopinada interrumpió al ponente, se paró e hizo una pregunta rebuscada e incomprensible. Todos nos volteamos a ver desconcertados: ¿Y ahora qué?, ¿Por qué escogió éste lugar y éste momento? Todavía recuerdo la expresión del conferencista, quien, sacando control y paciencia de lo mejor de su repertorio educativo, le contestó entre atropellado y confundido. Enseguida, Kraeppellin le dio las gracias, agarró sus bártulos y se despidió no sin desbalancear a buena parte de los asistentes. Fue un verdadero sabotaje. Ya nada en la plática transcurrió normal. Kraeppellin se había llevado la noche. Transgresor al fin. Su necesidad de afecto y reconocimiento lo obligó a tal comportamiento. Se había valido de un método no precisamente ortodoxo, pero sus necesidades, por demás humanas, así se lo dictaron.

Su irreverencia y exhibicionismo, sin embargo, fueron muy agradecibles en otros muchos momentos. Ciertas aperturas de exposición o solemnidades insufribles de todo tipo se vieron aligeradas cuando nuestro personaje llegaba con su pelo oxigenado y portando una faldita vaporosa de ballerina en torno a su peculiar vientre abultado.

Para finalizar, quisiera destacar la espléndida retrospectiva que el Museo de las Artes le organizó el año pasado. El recorrer esta exposición nos permitió corroborar el amor de Kraeppellin tanto por el acto de pintar como, principalmente, por el hecho de la vida.

navatorr@hotmail.com
Síguenos en

Temas

Sigue navegando