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El memorioso

GUADALAJARA, JALISCO (23/AGO/2010).- Recibí a María Kodama en un golpe de suerte que mis ojos no supieron distinguir entre la realidad y la fantasía.

Tampoco es mi objetivo describir aquí los elementos probatorios de un hecho verídico, lo suficientemente solvente como para que el lector intruso y morboso despliegue sus conjeturas y ponga sobre su juicio el peso de mis palabras.
Me propongo, en busca de la paz personal, esbozar astillas de una luminosa escena acaecida una tarde distraída de junio, en el patio de la casona López Portillo, del centro de Guadalajara.

Los recuerdos marcan el 2001 y los años posteriores deslizan la imagen de la esposa de Jorge Luis Borges, cruzando el umbral de Liceo 177, disminuida la estatura, de pelo cano, falda holgada, alpargatas claras, echada la mirada fina y perspicaz sobre una casa que le atrajo.

Apareció como aparición. Sin una lógica o silogismo que permitiera tranquilizar a la razón y controlar los ánimos. Pero era ella. Y la duda duró lo que sus labios en pronunciarse. “Hola, mi nombre es María Kodama”, me dijo como único anfitrión a la vista. No sé qué alcancé a contestar o si pude hacerlo. Solo recuerdo que me invadió la sensación de estar en un laberinto y en medio de espejos, ante un hecho inexplicable y atrozmente real.

Aprovechándome de la jerarquía de anfitrión que ella misma me había otorgado, la conduje por las salas y patios, subimos la escalera de concreto y de hierro forjado, fuimos invasores del silencio oscuro del piano, paseamos junto con los pastores por los pastos secos de los cuadros y casi exhaustos, en la boardilla, le conté la historia de esa casa donde habitaron antepasados de un escritor ilustre de Jalisco, nacido apenas medio siglo antes que su esposo.

Tomamos el café junto con otras voces que, incrédulas, nos esperaban al pie de la escalera. María hablaba poco y rápido. Se sabía ella misma, por la impresión que causaba su presencia inaudita, como un milagro. Y actuaba en consecuencia. Y sabedora de su poder, dejó salir: “Borges no habría creído nada de lo que vos contás. Pero yo sí”. Quizá la memoria no sea tan precisa porque el tiempo no lo es. Quizá el orden del paseo con María y la luz de sus ojos no haya sido la que ahora me aborda. Algunos de los presentes en esa tarde puede ser que nunca hayan estado ahí a esa hora. Pero el hecho, la presencia de María Kodama y nuestra conversación son huellas de la más auténtica verdad humana, verdad feliz que pocas veces he igualado, gracias a Borges, quien mañana cumpliría 111 años.
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