Cultura

Entre copas y piedras con Simon Rattle

El director de la Filarmónica de Berlín repasa sus pasiones durante un retiro vacacional en España

MADRID, ESPAÑA (02/AGO/2011).- Margaret Thatcher nunca sintió que algún jefe de Estado tuviera más poder que ella. Envidió siempre, eso sí, el que ostentaban algunos directores de orquesta. Esa aura de dominación, la elevación del podio, su energía. A Simon Rattle (Liverpool, 1955), director de la mejor formación musical del mundo, todo ese ritual de poder y fascinación le importa un pimiento. Llega a la cita con sus hijos de seis y tres años. Trae un balón de playa bajo el brazo y camina balanceándose sin ninguna solemnidad. Cruza los pórticos de la rúa do Vilar de Santiago, sonríe y pide cinco minutos para dejar a los niños al cuidado de un hermano mayor en el hotel. “Solo puedo pedirle que se ocupe de ellos una hora. Luego me toca hacer de niñera a mí”, advierte. Lleva un mes viajando por España con su familia. Su mujer, la cantante Magdalena Kozená, actuó en junio en la Carmen que se representó en Valladolid.

Son cinco minutos exactos. De vuelta, Rattle desmonta los endebles planes del entrevistador y el fotógrafo y toma el mando de la cita. “Acompáñeme, conozco aquí al lado una tienda de vinos maravillosa”. El músico más reconocido de Liverpool (con permiso de aquellos cuatro, claro) dobla la esquina y se cuela en un pequeño local repleto de botellas. Se acomoda en una mesa de madera, deja que le aconsejen. Albariño: Bouza do Rei de 2010.

El Rattle que alza la copa anda horrorizado estos días con los escándalos que azotan su país natal. “Demasiada corrupción”, suelta a propósito de las grabaciones de News of the World. “Hace unos años, cuando saltó el escándalo, todo el mundo estaba demasiado asustado para responder contundentemente a lo que sabían: ¡La prensa pagaba a policías!”. Termina la frase y se queda un rato pensando, ensimismado.

No está cómodo con el tema. Cree que los artistas tienen que dedicarse a lo suyo. Prefiere hablar de música. De futbol –“aunque sea de Liverpool no soy demasiado hooligan”-. O incluso de la bebida. “Qué suerte tienen de tener estos vinos”, lanza mientras promociona las bondades de algunos caldos alemanes que toma en Berlín, donde vive desde hace nueve años. Aterrizó ahí cuando los miembros de la Filarmónica le eligieron a mano alzada, por delante de Daniel Barenboim, para suceder a Claudio Abbado. Y ha comprobado en sus carnes lo que Herbert von Karajan le contó un día: controlar esta orquesta cuesta, al menos, cinco años de transición.

La filarmónica, una democracia
“La Filarmónica es una democracia en todos los sentidos. Los músicos votan al director, pero también se votan entre ellos. Así obtenemos un mayor compromiso. Pero también exige discutir lo que tocamos, cómo y la frecuencia con la que lo hacemos. Al final, hay que buscar un centro”. Y la intersección es él. El cerebro encargado de que 128 superdotados de 25 nacionalidades distintas piensen en la misma dirección. Difícil, ¿no? “Sobre todo que crean que la idea es suya... ja, ja, ja. Encima, de repente les veo cambiar de dirección a la vez, como una bandada de pájaros. Y eso es lo mejor. La sorpresa es la base de la interpretación ideal”.

Rattle se refiere a sus músicos como “un grupo conservador”, donde a veces los mayores son los que sostienen la apuesta musical más radical. Las resistencias suelen venir de los jóvenes, de los veinteañeros. “La gente de los sesenta pasó por cosas muy diferentes, especialmente en Alemania. Pero hay músicos jóvenes a los que no les interesa nada el arte contemporáneo, creen que se metieron en esto por otro motivo”.

Sus razones se moldearon en Liverpool escuchando los viejos vinilos de Furtwängler y Bruno Walter. “No podría imaginar mi vida musical sin ellos”. Nunca les vio. Pero más adelante pudo observar de cerca la fuerza y el sentido de la destrucción de Pierre Boulez y la opuesta ortodoxia y rigor de Giulini. Sus dos grandes mitos de adolescencia.
Aquellos directores no tenían nada que ver con la joven y brillante generación que ahora despunta. “Hoy existe un sentido de comunidad y generosidad de espíritu mayor. Una vez le pregunté a uno de mis primeros maestros qué pensaría alguien de la generación de Mahler sobre los directores de entonces. Contestó: ‘Quedaría fascinado por la increíble técnica y habilidad física, y horrorizado por la falta de cultura musical y drama'. Ja, ja, ja... Ya lo tiene”.

¿Una ópera de dos funciones?
Gustavo Dudamel es la punta de lanza de ese florecimiento. El venezolano es la segunda persona más “googleada” de su país y el reflejo más luminoso de la eficacia del Sistema de Orquestas de José Antonio Abreu. Y, zas, es pronunciar su nombre y Rattle abre de golpe los ojos y comienza a agitar la nube de pelo gris que le cubre la cabeza. “Es, simplemente, un éxito asombroso. Será fascinante ver qué sucede en Escocia, donde se está desarrollando una versión del sistema, aunque no tengo claro que funcione en una cultura rica. Lo increíble de todo esto es el gran nivel técnico de los estudiantes. Estoy seguro de que hay países más musicales que otros. Pero el secreto es invertir en educación. Hay más de 250 mil personas en el Sistema... y todos los niños deberían tener las mismas posibilidades que tuvo Gustavo”.

Precisamente, algunos ven ya a Dudamel, a quien Abbado y el propio Rattle han tutelado cuidadosamente, como el hombre de futuro para encargarse de la Filarmónica de Berlín. “Por supuesto que le veo. Ha sido una ascensión meteórica, pero basada en una gran experiencia: ¡Ha dirigido cinco orquestas al día desde que tenía 12 años! Será uno de los grandes de la historia. Me fascina comprobar cómo solventará los siguientes pasos. Me recuerda mucho a Carlos Kleiber”. Pero Rattle corta el baile de elogios al venezolano y señala el talento de otro joven director: el español Pablo Heras Casado, que dirigirá a la Filarmónica en octubre. “Me interesa mucho que trabaje con música contemporánea, pero si le preguntas por su compositor favorito te dirá que es Mendelssohn. Eso me da mucha esperanza”.

Fuera del bar, el día se tuerce y empieza a levantar viento. Rattle se remueve en su asiento y mira el reloj. Apura el vino. Su hijo adolescente ya se debe estar molesto. Ay, alguien le va echar una bronca a sir Simon, que visto así parece el hombre más bueno del mundo. Pero cuando trabaja, no tolera rebajas en el compromiso de los que le rodean. Quizá por eso le ha costado al Festival de Pascua de Salzburgo perder a la mejor orquesta del mundo tras 45 años de productiva e histórica colaboración. “Era imposible seguir construyendo una compañía de ópera desde una orquesta sinfónica, sin coro, sin nada de lo que se necesita. No hay festival en el mundo que pueda funcionar sin un apoyo financiero de la Administración. Pero en Salzburgo no existe. Nunca. Y llegamos a un punto donde no había futuro en el que pudiéramos creer. Ha estado al borde de la bancarrota tres o cuatro veces. Pero el problema es antiguo. ¡Desde Karajan! No tiene ninguna lógica estrenar una producción nueva de ópera para sólo dos funciones. En Baden-Baden tenemos un apoyo de verdad. Empezaremos de cero”.

El viaje a España de Rattle no acaba este verano. A partir del año próximo, y durante tres cursos, volverá con su otra familia -la de 128 genios-, con una ópera para el Teatro Real. “No podía creerlo cuando Gerard [Mortier] vino a nosotros con esa idea. Soy muy feliz. Es muy fácil trabajar con él. Y una de las cosas más importantes para nosotros es que la orquesta de Madrid nos haya recibido bien. Pero lo mejor de trabajar en óperas es que mis chicos sentirán que alguien es más importante que ellos sobre el escenario”. Y así, derruyendo el mitificado imaginario de la Dama de Hierro, el gran maestro se marcha a hacer de niñera.
El País
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