Cultura

En Roma se te olvida tu nombre

Por Antonio Ortuño

GUADALAJARA, JALISCO (23/OCT/2011).- Nueva York. Haga un experimento, señora o señor lector. Entre a la primera librería que se tope por las calles de Manhattan y pregúntele al dependiente (prohibido perder el aplomo) por “a book of a mexican author”. A ver qué le responden. No es imposible que el librero, generalmente entrado en años y de origen armenio, turco o dominicano, resople ante la petición como si le hubiera sido anunciada la necesidad de practicarle una colonoscopia. Y lo usual será que termine, luego de rebuscar como topo entre los anaqueles —y distraer a la clientela con obras de un chileno (Bolaño), un argentino (Cortazar) o una mexicoamericana (Sandra Cisneros)—, por ofrecer un ejemplar polvoriento de esa afrenta al patriotismo literario llamada Like water for chocolate. No nos hagamos ilusiones. Nada saben acá de la gloria eterna de nuestras letras. Y deshagámonos, de paso, del prejuicio de que los gringos son incultos: al menos en Nueva York hay decenas y decenas de librerías y un público literario robusto e informado, medios especializados de primer nivel y un puñado de los mejores escritores vivientes en lengua inglesa. Lo cual significa que no son tan listos como parecen o que, de plano, no tenemos nada interesante que ofrecerles.

Si se le pregunta por autores mexicanos a los neoyorquinos (y no me refiero a cualquier Ezra Smith que nos topemos, sino a los asistentes de los cafecitos culteranos y clubes del libro de barrios como Tribeca), contemplaremos un desfile de ceños fruncidos, bocas contraídas y afanes de memoria dignos de un afectado por el mal de Alzheimer. “¡Guillermo Arriaga!”, bramará con alivio uno que vio The Burning Plain (y que pasará por alto el hecho de que las únicas obras reconocidas del sujeto en cuestión sean guiones de cine).

¿Qué hay escritores mexicanos que se pasan la vida viajando a Estados Unidos? Por supuesto. Lo hacen porque existen instituciones culturales que les pagan el tour (pensemos, por ejemplo, que a nuestra FIL se ha invitado con persistencia a eslovenos o coreanos que siguen sin tener más de cinco lectores nativos a estas alturas). O porque a un puñado de lumbreras académicas, en alguna universidad de anchos presupuestos, se le antoja charlar con los vecinos del sur. Pero no nos engañemos: un escritor mexicano que se suelta diciendo verdades sobre su patria ante un público universitario en EU no es atendido, generalmente, por razones estéticas, sino escuchado por motivos sociológicos y diplomáticos (quizá la palabra “antropológicos” resulte demasiado ruda aquí).

Hay en EU pocos lectores de Fuentes o Rulfo que tengan la dentadura completa y conserven intactas las capacidades retentivas. Octavio Paz ha sido condenado a ediciones universitarias y Reyes, Elizondo, Ibargüengoitia, García Ponce, sencillamente no existen. Mucho menos los escritores jóvenes. Alguien se preguntará cómo es que fui a Nueva York a enterarme de estas cosas. Sencillo: porque una institución cultural me invitó a una ciudad en la que no tengo más de cinco lectores.
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