Cultura
En Roma se te olvida tu nombre
Por Antonio Ortuño
Si se le pregunta por autores mexicanos a los neoyorquinos (y no me refiero a cualquier Ezra Smith que nos topemos, sino a los asistentes de los cafecitos culteranos y clubes del libro de barrios como Tribeca), contemplaremos un desfile de ceños fruncidos, bocas contraídas y afanes de memoria dignos de un afectado por el mal de Alzheimer. “¡Guillermo Arriaga!”, bramará con alivio uno que vio The Burning Plain (y que pasará por alto el hecho de que las únicas obras reconocidas del sujeto en cuestión sean guiones de cine).
¿Qué hay escritores mexicanos que se pasan la vida viajando a Estados Unidos? Por supuesto. Lo hacen porque existen instituciones culturales que les pagan el tour (pensemos, por ejemplo, que a nuestra FIL se ha invitado con persistencia a eslovenos o coreanos que siguen sin tener más de cinco lectores nativos a estas alturas). O porque a un puñado de lumbreras académicas, en alguna universidad de anchos presupuestos, se le antoja charlar con los vecinos del sur. Pero no nos engañemos: un escritor mexicano que se suelta diciendo verdades sobre su patria ante un público universitario en EU no es atendido, generalmente, por razones estéticas, sino escuchado por motivos sociológicos y diplomáticos (quizá la palabra “antropológicos” resulte demasiado ruda aquí).
Hay en EU pocos lectores de Fuentes o Rulfo que tengan la dentadura completa y conserven intactas las capacidades retentivas. Octavio Paz ha sido condenado a ediciones universitarias y Reyes, Elizondo, Ibargüengoitia, García Ponce, sencillamente no existen. Mucho menos los escritores jóvenes. Alguien se preguntará cómo es que fui a Nueva York a enterarme de estas cosas. Sencillo: porque una institución cultural me invitó a una ciudad en la que no tengo más de cinco lectores.
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