Cultura
El zapateado al ritmo del corazón
Cantamos lo que por amor sucede. Le cantamos también a la tierra, a la naturaleza y el amor es natural
Esa pasión por el zapateado no sólo sucede en México, si no en todas las regiones de América Latina, cuando los bailarines de folclórico suben a la tarima y zapatean acompasados con la música, el espectador se deslumbra, se deja conquistar y se desarma. El sonido rítmico del taconazo impone y los artistas se acostumbran a que la tierra gire al compás de su danza.
“Zapatear es vibra con la naturaleza, porque los seres humanos de forma instintiva ha respondido a los sonidos, vibra de acuerdo a sus latidos del corazón y eso tiene que ver con nuestra danza que responde a las sensaciones del cuerpo y del espíritu. El zapatear busca entrar en comunión con la naturaleza y vibrar con el público para que sientan nuestra danza”, dice el joven de bigote corto y delgado, quien tiene 26 años bailando con el ballet de la UdeG.
En los camerinos del Teatro Mayor y ya sin su traje de charro, vistiendo ropa holgada y una chamarra oscura que le ayudan a ocultar sus manos del viento frío bogotano que se cuela por los amplias puertas del recinto, Jímenez Pineda dice que las danzas cambian según la región: en Veracruz se baila como las danzas celtas; en Jalisco el zapateo es más apabullante por la descendencia que tenemos de los españoles, mientras que los sonidos para Tamaulipas son más a contratiempo.
Para el corista y músico Julio Cesar Márquez del Ballet de la UdeG, quien hace los requintos en los bailes de Veracruz y Guerrero, los temas que interpretan en los escenarios son muy claros y siempre tiene que ver con el amor. “Cantamos lo que por amor sucede. Le cantamos también a la tierra, a la naturaleza y el amor es natural”. Las melodías folclóricas afloran de las conversaciones cotidianas de la gente y los temas musicales brotan naturalmente como el maíz.
A nosotros como espectadores la música folclórica nos permite repetir en nuestra memoria ciertos amores ya extinguidos, perpetuar a través de las letras los soles que nos calientan y lluvias que nos refrescan, universaliza nuestras costumbres y uno siente siempre con ganas de entonar un “ay ay canta y no llores”, aunque este a cientos de kilómetros de distancia su tierra natal.
El espectáculo folclórico tiene un efecto relajante, es posible abandonar el territorio del drama para refugiarnos en el canto, porque como sabemos no existe ninguna diferencia entre el país que anda de rumba y el país que se derrumba. Mejor cantar los sones tan sabrosos y olvidar el México sangriento y a la Colombia violenta. Olvidar el curso que ha tomado nuestra historia con el efecto tranquilizador del mariachi, los violines, el guitarrón y la trompeta.
EL INFORMADOR/ ADRIANA NAVARRO
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