Cultura
El mundo alucinante
Pónganle un libro en las manos
Lo primero es desconfiar de que las escuelas, incluso las costosas, se encarguen de ello. Las escuelas pueden llegar a fomentar la lectura, es verdad, pero de entrada están pensadas para que sus alumnos conozcan y asimilen paquetes de datos (en caso extremo, por medio de procesos acríticos, como las planas o la memorización). En poquísimos programas escolares existe la posibilidad de leer por placer. Se lee para hacer resúmenes, ilustrar al alumno sobre ciertos asuntos, demostrarle ideas. No de forma recreativa. Lo cual deviene en que el escolar cierre los libros al salir de clase y no los vuelva a abrir jamás.
La lectura se convierte en parte de la vida cuando se ejerce de manera libre, es decir, sin responsabilidades derivadas; cuando se puede abandonar o retomar ad libitum, cuando embebidos entre páginas se nos pasa el tiempo (y no cuando se lee cronómetro en mano para llegar a esos veinte minutos diarios que recomiendan en la tele una serie de personalidades de la cantada y la futboleada, quienes, desde luego, no tienen por costumbre leer).
Lo lógico, entonces, para iniciar en la lectura a quien no la practica sería entregarle libros de lenguaje llano, para ahorrarle confusiones y angustias, y, de preferencia, sobre temáticas que le resulten cercanas. ¿Que el niño dedica su vida a seguir a las Chivas de cancha en cancha? Pues pongámosle en las manos un libro sobre futbol. Aunque la mitad del volumen sean fotografías, algo leerá. ¿Lo único que hace es mirar dramones televisivos? Abunda la bibliografía pertinente. Un tema que lo entusiasme, sin que lo estorbemos con requisitos o expectativas desproporcionadas de por medio, tiene más posibilidades de engancharlo. Olvidémonos, de momento, de los clásicos: a los clásicos se llega, no se parte de ellos. Sólo los genios y los orates comienzan sus andaduras literarias con El Quijote y el Ulysses.
¿Por qué cuatro generaciones de jóvenes mexicanos han leído con gusto a José Agustín, a quien buena parte de la crítica aborrece desde los años sesenta, pero muchos naufragan con autores estéticamente más intrincados? Porque en alguna etapa, Agustín recurrió a un lenguaje juvenil y se interesó por asuntos y escenarios cercanos a la experiencia de esos miles de jóvenes urbanos que mascan un poco de inglés y se aburren en casa. Muchos adolescentes se podrán sentir identificados con La tumba. Muy pocos, si alguno, con La sombra del caudillo. Y no por listos o tontos, sino por cercanía vital. Lo primero que debe conseguir la lectura es convertirse en parte de nuestro mundo. Cuando esto suceda, ya podrá asomarse uno a mundos más distantes.
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