Cultura

El mundo alucinante

Existe y medra la curiosa convicción de que es posible, o incluso necesario, escribir pasando por alto lo que se ha escrito ya durante cinco mil años en el planeta

GUADALAJARA, JALISCO (27/NOV/2011).- Alguna vez, al comentar la obra de Daniel Sada y su notable dominio de las unidades dramáticas y la paleta de caracteres de sus personajes, el sinaloense Élmer Mendoza postulaba que los escritores de fuera de la capital (“de provincia” o “del interior”, según los horripilantes términos que todavía algunos usan) son los últimos en el país que han leído a los clásicos griegos y latinos. Esto no porque sean huérfanos sedientos de saberes perdidos, sino porque existen numerosas bibliotecas públicas en los estados más excéntricos de México (y uso la palabra en su acepción geométrica de “fuera del centro” y no en la usual de “exótico”) a las que no actualizan desde que don José Vasconcelos fue secretario de Educación e hizo imprimir por miles a Plutarco, Homero y Jenofonte. Es decir, una biblioteca, una programación escolar, una librería promedio en la capital (y en cada vez más ciudades con ribetes de culturosas), está fatalmente repleta de novedades. Hay quien ya se leyó a Murakami completito y no se pierde cada semana los suplementos españoles en busca de eslovenos, suecos o dominicanos recién paridos, pero no tiene la menor idea de quién fue Ovidio. Abundan quienes pasaron sin escalas de balbucear La patita egoísta o El pollito maravilla, a los cinco años, a chutarse un estructuralista o deconstructivista y teorizar alegremente sobre los alcances del lenguaje y los límites de la percepción, pero piensan que Aristóteles  es una calle de Polanco (o, desde luego, el señor alcalde de Guadalajara).

Todo esto forma parte, quizá, de la confusión que arrastra consigo el término de “clásico”. La amplitud y, por tanto, ambigüedad de la palabra es llamativa. Lo mismo se le aplica a los consabidos griegos y romanos que a cualquier autor medianamente viejo y lustroso. Porque “clásico” no es sólo expresión que se le enjareta a lo arcaico, sino también a lo característico y, opuestamente a ello, a lo excepcional, a lo que constituye un modelo. O sea que, sin ofender a la RAE, se le puede llamar clásico a Arquíloco de Paros, a los tics nerviosos del profesor que pretende instruirnos  sobre él (“clásico: se le contrajo el rictus cuando le preguntaron por los yambos”) o a las obras de don Hans Christian Andersen, clásico infantil y espejo de fabulistas.

Existe y medra la curiosa convicción de que es posible, o incluso necesario, escribir pasando por alto lo que se ha escrito ya durante cinco mil años en el planeta. Y que es posible conseguir formas inéditas mediante la ignorancia pertinaz de todo  lo que no sean la mesa de novedades o, si nos va bien, los tres gurúes coyunturales del programa escolar (mientras más insólitos y franceses, mejor) o esos infaltables maestros, los clásicos municipales, que son señores cuyo mérito literario principal consiste en arranarse en el mismo café durante cuarenta inviernos y escupir el pie de la misma maceta. Total: una colección de errores que podríamos llamar clásicos.
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