Cultura
El mundo alucinante
Existe y medra la curiosa convicción de que es posible, o incluso necesario, escribir pasando por alto lo que se ha escrito ya durante cinco mil años en el planeta
Todo esto forma parte, quizá, de la confusión que arrastra consigo el término de “clásico”. La amplitud y, por tanto, ambigüedad de la palabra es llamativa. Lo mismo se le aplica a los consabidos griegos y romanos que a cualquier autor medianamente viejo y lustroso. Porque “clásico” no es sólo expresión que se le enjareta a lo arcaico, sino también a lo característico y, opuestamente a ello, a lo excepcional, a lo que constituye un modelo. O sea que, sin ofender a la RAE, se le puede llamar clásico a Arquíloco de Paros, a los tics nerviosos del profesor que pretende instruirnos sobre él (“clásico: se le contrajo el rictus cuando le preguntaron por los yambos”) o a las obras de don Hans Christian Andersen, clásico infantil y espejo de fabulistas.
Existe y medra la curiosa convicción de que es posible, o incluso necesario, escribir pasando por alto lo que se ha escrito ya durante cinco mil años en el planeta. Y que es posible conseguir formas inéditas mediante la ignorancia pertinaz de todo lo que no sean la mesa de novedades o, si nos va bien, los tres gurúes coyunturales del programa escolar (mientras más insólitos y franceses, mejor) o esos infaltables maestros, los clásicos municipales, que son señores cuyo mérito literario principal consiste en arranarse en el mismo café durante cuarenta inviernos y escupir el pie de la misma maceta. Total: una colección de errores que podríamos llamar clásicos.
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