Cultura
El mundo alucinante
Herederos como sutiles traidores
Podrá argüirse que, después de todo, la de Conan Doyle es ficción popular y que ningún daño le hace a la literatura que los seguidores de las andanzas de un detective (que se cuentan por millones) se gasten el salario en un libro que, al menos por la cáscara, se parecerá a aquellos que las prensas londinenses publicaban a finales del siglo XIX. Imposible pensar que los herederos de un Joyce o un Beckett, por ejemplo, se dedicaran a revender derechos para segundas partes de Ulysses o Godot…
Lo claro es que los herederos de un escritor, ya sea estos hijos de su sangre, un despacho de abogados o incluso la tradicional viuda alevosa, terminan por convertirse en un agente nada menor en la construcción de la imagen y obra de un autor.
Hace unos años Tess Gallagher, la viuda de Raymond Carver, lanzó una cruzada para reivindicar el prestigio de su marido, abollado por las revelaciones de que no era su talento sino las correcciones del editor Gordon Lish las que dieron forma a la tan imitada “parquedad carveriana”. Además de desempolvar la carrera de Lish, que nunca había sido resonante, lo que consiguió Gallagher fue que, al contrastar las correcciones con los originales, uno terminara por aceptar que resultaba preferible el Carver escueto y enigmático que se dio a conocer que el -más parlanchín y sensiblero- de sus manuscritos.
Otro ejemplo notable es el de Carolina López, la viuda de Roberto Bolaño, quien junto con su agente, el famoso “Chacal” Andrew Wylie, ha convertido el baúl de manuscritos del chileno en una ametralladora, desempolvando inéditos de todo calibre.
No faltan, claro, los casos de herederos abnegados y devotos (la madre de John Kennedy Toole presentó La conjura de los necios a decenas de editores, luego del suicido de su vástago, hasta lograr su publicación) o, como en el conocido caso de Max Brod con Kafka, albaceas a quienes se debe, literalmente, que una obra llegue a ser conocida.
¿Cuál es, entonces, la diferencia entre unos y otros? Me aventuro a proponerlo: ese gran misántropo que era Ambrose Bierce decía que la única posibilidad de que los herederos de un escritor respetaran su legado era que no hubiera dinero que los tentara a echarlo por la borda. O como les dijo Garganta Profunda a Woodward y Bernstein: “Sigan el dinero y encontrarán la verdad”.
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