Cultura
El mundo alucinante
Un Nobel contemplativo
Lo ganó, en su lugar, Thomas Tranströmer, un poeta sueco al que en México, aparentemente, sólo conocían don Homero Aridjis y los abnegados periodistas que, año tras año, escriben, arman y editan las previas del fallo. Porque a Tranströmer hace años que se le concedía, cada octubre, la línea final del quinto párrafo de la nota que se deja ensamblada, “fría”, en las redacciones y agencias, señalándolo como parte del pelotón de los eternos candidatos derrotados. Pues nunca más, señoras y señores: ya ganó.
Hay que reconocer que el premio no parece haberle gustado a las redes sociales nacionales: unos cuantos miles de personas se resignaron a decirle al galardonado “Transformer” (y a pensar que aquello era, de hecho, gracioso); otros pocos fingieron haberlo leído con anterioridad (pero, salvo excepciones, nomás citaban los fragmentos de poemas que traían en sus ediciones web los periódicos o pegoteaban un link: ninguno, que yo leyera, se puso de pie y transcribió una línea de la presunta antología de ediciones Hiperión que atesora en el librero…). Algún otro, más observador, apuntó que las muertes de Capulina y Jobs habían opacado al poeta el único día que estaba destinado que se hablara de él.
Lo cierto es que es éste un premio que deja un poco frío a todo mundo y quizá de allí provenga su acierto: Tranströmer no es mediático (responde las pocas entrevistas que concede por escrito, puesto que hace años fue afectado por una hemiplejia y la afasia le impide el habla casi por completo); no se le conocen posiciones políticas radicales, a izquierda o derecha ni, cabe suponerse, se embarcará a partir de hoy en una gira mundial para regañar o repartir palmaditas entre gobiernos y reporteros. Tampoco es un golden boy de las letras (a lo Murakami), adorado por legiones. Si hemos de hacer caso a los críticos citados por la prensa, en los agitados años sesenta se le tachó, con cierta resignación, de “espíritu contemplativo”. Y sí: en uno de los primeros textos suyos que leí, lo único que ocurre es la caída de la nieve y el vuelo de una lechuza. Claro: ocurre también el lenguaje, que en poesía no es lo de menos sino lo esencial.
En esta sociedad, a la que Debord llamó “del espectáculo”, pareciera que un escritor debe dedicarse a lo que sea menos a lo que le da nombre a su oficio: levantarle la mano a candidatos, oponerse a los malvados de la Tierra desde la comodidad del twitter, exigir la abolición del libro y la exaltación del papiro eléctrico o, ya de plano, jugar Angry Birds: tales son las actividades que la contemporaneidad exige.
Es de celebrar que Tranströmer no encaje de ninguna forma en tales moldes. ¿Tanto como para buscar sus libros compulsivamente? Ese es otro asunto.
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