Cultura
De lecturas varias
Cuando festejamos un cumpleaños es porque decidimos que la vida de alguien, esa vida concreta y particular, vale la pena
Cuando festejamos un cumpleaños es porque decidimos que la vida de alguien, esa vida concreta y particular, vale la pena, y porque, pese a todo, en tal fasto declaramos al festejado “impecable y diamantino”, entre otras cosas porque lo queremos y porque nos da la gana.
Si nos creyéramos las jeremiadas de los bienpensantes de toda laya que se rasgan las vestiduras proclamando que “no hay nada que celebrar”, la única conclusión sería que tales seres no han conocido más que tragedia y desolación en sus miserables existencias y jamás rompieron piñatas o le llevaron flores a sus mamacitas (o quizá nacieron huérfanos, para mayor confirmación de todo ese desastre). Ciertamente no pertenecen a la “briosa raza de bailadores de jarabe” lópezvelardianos. Son de los que no entienden “La suave patria” porque a) no la han leído, b) se la leyó el maestro con voz solemne y engolada, c) la recitaron en la fiesta escolar sin entender ni jota.
“La suave patria” salió en junio de 1921 en la revista El maestro, fundada por Vasconcelos. El asombroso poema (que, según cuenta José Emilio Pacheco, Borges sabía de memoria) es un garbanzo de a libra en la literatura mexicana, sin genealogía ni descendencia. Es también un testamento poético, pues el autor murió días antes de que se publicara. Y además es uno de los poemas peor entendidos de nuestra historia; dice Gabriel Zaid sobre López Velarde y su obra que, por más que se les haya estudiado, “todo está por aclararse: estamos lejos de tener por descifradas sus metáforas o su biografía”. López Velarde puede permitirse lo cursi y lo entrañable porque es inteligente e irónico. “La suave patria” es una poesía culta disfrazada de ingenua, que rescata lo que puede del gran estropicio cósmico y nacional. Sus imágenes son fulgurantes como “el relámpago verde de los loros” y sensibles como “el santo olor de la panadería”. Para desesperación de los apocalípticos de entonces y de ahora, celebra lo pequeño, lo íntimo, lo azaroso: lo que humildemente da sentido a la vida diaria y que por lo tanto todos tenemos la obligación de proteger.
Leer “La suave patria” y tratar de entenderla debería ser tarea obligatoria para estos fastos septembrinos. Otro gallo nos cantaría si, por ejemplo, nuestra astrosa grey legislativa tuviera que presentar, para optar a la curul, un pequeño ensayo mínimamente inteligente sobre “La suave patria”.
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