Cultura

De lecturas varias

Actualmente la publicación de un libro implica a veces todo un circo mediático

Actualmente la publicación de un libro implica a veces todo un circo mediático, como el que días pasados se montó en Madrid (ya se había montado en la FIL, luego en Chile...) para un señor que por misteriosas razones hace años que dejó de escribir (pero que por transparentes razones crematísticas se empeña en publicar de cuerpo presente). Por eso es una maravilla volver a muchos libros que no pretenden ser obras maestras y a tantos escritores que nunca se creyeron iluminados, simplemente escribían bien, a veces estupendamente, y producían cosas inteligentes y agradables de leer, punto. Seguramente la aparición de esos libros no fue recibida ni con cocteles, ni con entrevistas, ni con aburridísimas presentaciones como ahora se estila, pero el lector sabía que iba a lo seguro.

J.B. Priestley (1894-1984) es un autor inglés que desde la tercera década del siglo XX publicó textos periodísticos, novelas y obras de teatro con mucho éxito. Hubo en Inglaterra un gran escándalo cuando él y Jacquetta Hawkes (1910-1996), conocida arqueóloga y también escritora, tuvieron un tórrido romance antes de divorciarse de sus respectivos cónyuges y casarse en 1953. Al año siguiente hicieron un curioso viaje al Sur de los Estados Unidos en el cual cada uno escogió ir a un diferente destino y escribir al otro sus impresiones. De ahí salió en 1955 Journey Down a Rainbow (Londres, Heinemann-Cresset), peculiar crónica epistolar de los recorridos paralelos de un par de autores que escriben para divertirse mutuamente. Todavía vale la pena, 55 años después, leer a estos ingleses.

No es fácil hallar la combinación de buenas plumas, miradas inteligentes entre atónitas e irónicas, y un perfecto desdén por lo políticamente correcto (o su equivalente en aquella época, que alguno habría porque la necedad es intemporal).

Priestley visita Dallas y Houston, conoce académicos y hombres de negocios, soporta la pésima comida y agradece la cordialidad de la gente, hace antropología en un juego de futbol americano, una inauguración de un canal de TV y un strip joint. Hawkes, por su parte, recorre asentamientos prehistóricos y contemporáneos de los indios pueblos, zunis y navajos de Nuevo México, admira su artesanía, asiste a fiestas y danzas autóctonas e incluso visita Los Álamos, la estación nuclear del Gobierno estadounidense. En ambos, como buenos ingleses de postguerra, se lee la admiración teñida de cierto desdén por un país tan nuevo, tan rico, tan grande y con tantas obsesiones peculiares. Las preguntas que se hacen los dos autores reflejan sus respectivos intereses, curiosidades y referencias. Ninguno pretende sacar conclusiones deslumbrantes ni sacudir las conciencias —vaya, ni siquiera escribir un best-seller—. Ambos dan ejemplo del buen oficio de escribir y, simplemente, recuerdan al lector que, como decía la mamá de un amigo de Álvaro Mutis, “la inteligencia sirve para todo”, hasta para hacer memorable un viaje cualquiera.
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