Cultura
Arqueólogo Raúl Arana celebra 50 años con el INAH
Asegura que el Instituto le ha dado su vocación, esposa y alegrías absolutas en el campo
arqueólogo Raúl Arana Álvarez es un ejemplo todoterreno, cuyo andar se ha delineado en las veredas de la orografía mexicana y en el asfalto de la ciudad de México, en cuyo corazón, una noche de plenilunio, vio despertar de un sueño de 500 años a la diosa Coyolxauhqui.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Antropología e Historia ( INAH), este nayarita, el tercero de diez hermanos, tiene 76 años, la misma edad que su casa: el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Esta institución ha sido su mundo desde hace medio siglo. “Me dio todo. Ahí encontré mi vocación; a Carmen, mi esposa; alegrías absolutas en el campo y en las aulas”, dice conmovido.
El INAH indicó que apenas el pasado octubre, se entregó un reconocimiento del INAH por una trayectoria que lo une con los grandes maestros de la antropología mexicana.
Para él, “la arqueología es una carrera donde la convivencia con las comunidades es fundamental, y a su vez es fascinante descubrir a través de los restos arqueológicos la comprensión que nuestros antepasados lograron de los distintos ecosistemas y el desarrollo tecnológico que alcanzaron para integrar verdaderas civilizaciones. Es una lucha de superación constante, eso es lo que caracteriza al ser humano de todos los tiempos”.
Los primeros años de ejercicio profesional fueron de efervescencia, comenta Raúl Arana. Las ramas de la antropología experimentaron un auge con el traslado de la ENAH y las colecciones del museo a las nuevas instalaciones en el Bosque de Chapultepec; al mismo tiempo, el desarrollo del país exigía proyectos de infraestructura que el Instituto debía seguir paso a paso para recuperar en la medida de lo posible los vestigios culturales.
La modernización del país transformaba el paisaje del campo y de las ciudades, éstas se expandían como los tentáculos de un voraz pulpo de concreto. Para Raúl Arana, una de sus experiencias más formativas la adquirió elaborando estrategias de salvamento arqueológico en la traza de las tres primeras líneas del Metro del Distrito Federal.
En la intersección de la estación Pino Suárez y sobre escasos 80 m², un altar mexica donde alguna vez se adoró a Ehécatl Quetzalcóatl (un dios con la efigie de un mono), se levanta como testimonio de ese pasado que yace aún en las entrañas del monstruo de asfalto.
Bajo el pavimento de la vetusta “Ciudad de los Palacios”, otra deidad, colosal en sus dimensiones, aguardaba al arqueólogo. El 23 de febrero de 1978, atendiendo la solicitud de un ingeniero que coordinaba trabajos para la instalación de un generador eléctrico en las céntricas calles de Guatemala y Argentina, el maestro Raúl Arana tuvo uno de los encuentros más mágicos de su carrera.
De espaldas a la desaparecida Librería Robredo, orientado por la luz de la luna llena que coronaba el cielo esa noche de jueves, el arqueólogo asomó su rostro y avistó el monolito de la diosa de la luna Coyolxauhqui:
“Creo que me transporté en el tiempo y sentí que era una piedra nunca vista desde hacía siglos, que no había sido removida de su lugar, que no formaba parte de un escombro o de un relleno, o que hubiera sido trasladada de su espacio original como le pasó a la Piedra del Sol o a la Coatlicue. Era algo maravilloso. Me pareció que todo fue en un segundo, como una visión”.
Pero a Raúl Arana no se le puede acusar de citadino, trabajó en su natal Nayarit, en Morelos, y guarda un cariño especial por Guerrero, donde derivado del recorrido que hiciera por Tierra Caliente en los trabajos arqueológicos de la presa Palos Altos, registró la zona de Oztuma, una fortaleza de tiempos mexicas que tuvo impacto regional y era punto clave en las batallas de la zona. Lo mismo hizo en la región norte del estado mediante el proyecto Coatlán y hace tan sólo unos años en el sitio de Tehuacalco.
“Doy gracias a quien deba dárselas: a mis mentores, a mis alumnos, a los dioses que sean. La arqueología es una profesión que si en verdad la deseas, la quieres, te da salud, alegrías y vivencias. El INAH ha sido y es mi mundo y ahí estaremos hasta que quiera”, finalizó.
CIUDAD DE MÉXICO (30/DIC/2015).- El
De acuerdo con el Instituto Nacional de Antropología e Historia ( INAH), este nayarita, el tercero de diez hermanos, tiene 76 años, la misma edad que su casa: el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
Esta institución ha sido su mundo desde hace medio siglo. “Me dio todo. Ahí encontré mi vocación; a Carmen, mi esposa; alegrías absolutas en el campo y en las aulas”, dice conmovido.
El INAH indicó que apenas el pasado octubre, se entregó un reconocimiento del INAH por una trayectoria que lo une con los grandes maestros de la antropología mexicana.
Para él, “la arqueología es una carrera donde la convivencia con las comunidades es fundamental, y a su vez es fascinante descubrir a través de los restos arqueológicos la comprensión que nuestros antepasados lograron de los distintos ecosistemas y el desarrollo tecnológico que alcanzaron para integrar verdaderas civilizaciones. Es una lucha de superación constante, eso es lo que caracteriza al ser humano de todos los tiempos”.
Los primeros años de ejercicio profesional fueron de efervescencia, comenta Raúl Arana. Las ramas de la antropología experimentaron un auge con el traslado de la ENAH y las colecciones del museo a las nuevas instalaciones en el Bosque de Chapultepec; al mismo tiempo, el desarrollo del país exigía proyectos de infraestructura que el Instituto debía seguir paso a paso para recuperar en la medida de lo posible los vestigios culturales.
La modernización del país transformaba el paisaje del campo y de las ciudades, éstas se expandían como los tentáculos de un voraz pulpo de concreto. Para Raúl Arana, una de sus experiencias más formativas la adquirió elaborando estrategias de salvamento arqueológico en la traza de las tres primeras líneas del Metro del Distrito Federal.
En la intersección de la estación Pino Suárez y sobre escasos 80 m², un altar mexica donde alguna vez se adoró a Ehécatl Quetzalcóatl (un dios con la efigie de un mono), se levanta como testimonio de ese pasado que yace aún en las entrañas del monstruo de asfalto.
Bajo el pavimento de la vetusta “Ciudad de los Palacios”, otra deidad, colosal en sus dimensiones, aguardaba al arqueólogo. El 23 de febrero de 1978, atendiendo la solicitud de un ingeniero que coordinaba trabajos para la instalación de un generador eléctrico en las céntricas calles de Guatemala y Argentina, el maestro Raúl Arana tuvo uno de los encuentros más mágicos de su carrera.
De espaldas a la desaparecida Librería Robredo, orientado por la luz de la luna llena que coronaba el cielo esa noche de jueves, el arqueólogo asomó su rostro y avistó el monolito de la diosa de la luna Coyolxauhqui:
“Creo que me transporté en el tiempo y sentí que era una piedra nunca vista desde hacía siglos, que no había sido removida de su lugar, que no formaba parte de un escombro o de un relleno, o que hubiera sido trasladada de su espacio original como le pasó a la Piedra del Sol o a la Coatlicue. Era algo maravilloso. Me pareció que todo fue en un segundo, como una visión”.
Pero a Raúl Arana no se le puede acusar de citadino, trabajó en su natal Nayarit, en Morelos, y guarda un cariño especial por Guerrero, donde derivado del recorrido que hiciera por Tierra Caliente en los trabajos arqueológicos de la presa Palos Altos, registró la zona de Oztuma, una fortaleza de tiempos mexicas que tuvo impacto regional y era punto clave en las batallas de la zona. Lo mismo hizo en la región norte del estado mediante el proyecto Coatlán y hace tan sólo unos años en el sitio de Tehuacalco.
“Doy gracias a quien deba dárselas: a mis mentores, a mis alumnos, a los dioses que sean. La arqueología es una profesión que si en verdad la deseas, la quieres, te da salud, alegrías y vivencias. El INAH ha sido y es mi mundo y ahí estaremos hasta que quiera”, finalizó.
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