GUADALAJARA, JALISCO (19/MAR/2017).- En esta ocasión tuvimos la suerte de llegar a la bonita población de Mina -no muy lejos de Monterrey- con sus viejas casonas amarillas y su bien puesto museo que, además de exhibir bellos fósiles de animales prehistóricos, presume un rico acervo de documentos originales que hablan de hechos poco conocidos de la Revolución. Por eso fue que -¡claro!- decidimos hacer una pausa para enterarnos de cosas que la historia no nos cuenta. Varias interesantes y divertidas horas, fueron el preludio para seguir incursionando por aquellas planicies áridas y pedregosas, comentando las curiosidades que habíamos encontrado entre viejos textos y enormes osamentas cuando -distraídos y albureros- llegamos hasta una hacienda abandonada, que según nos dijo un solitario pastor de chivas, se llamaba la “Hacienda del Muerto”.Por un enorme agujero de los desgastados muros de adobe, distinguimos a lo lejos las ruinas de una iglesia igualmente abandonada. Un derruido altar en su interior era custodiado por un par de santos: uno de ellos había perdido la cabeza, y el otro -impúdico- mostraba sus atractivos entre las telas de la túnica. Quizás era el sello surrealista de la casa (¿?).Unos minutos de plática con nuestro amigo cuidador de chivas, sirvieron para que desembuchara los montones de historias y leyendas tejidas entre los viejos muros y la huizachera que todavía quedaba. A media noche -nos platicaba- desde la cruz de mero arriba, a veces se ven salir un par de espantos haciendo un silbido muy extraño como si volaran; y a esa misma hora -nos decía en voz baja como si alguien lo pudiera oír- se oye el paso de un caballo que a l’ora que lo alumbra uno con la linterna, desaparece dejando un fuerte ruido, ruido que luego se convierte en un silencio tal, que hace que uno se destantié y hasta le duelan las orejas. Dicen también -aseguraba con malicia y entrecerrando los ojos- que a veces, en las noches que brilla la Luna, los santos de ahí de la iglesia salen a pasearse por el atrio; pero cuando uno los quiere mirar de cerca, también desaparecen: como que no les gusta que los vean caminando. También se cuenta -nos platicaba con aire socarrón- que hasta un corrido le hicieron a un pelao que venía a caballo, y que cuando vio a una mujer vestida de blanco caminando por el patio; no, pos se lanzó a perseguirla; pero ella pa’ pronto se metió entre la milpa, y dicen que ni metiéndole galope al caballo logró alcanzarla. Dicen también que al regresar a su rancho… el cuaco, pegando un fuerte relincho tumbó al compadre, y se lanzó desbocado al sentir que en sus ancas… ¡traía a la dama desaparecida! Después de esa amena y ‘asustosa’ plática, con una buena recompensa agradecimos a nuestro amigo habernos puesto al día con los espantos de la hacienda. Más tarde investigamos que ahí fue donde Porfirio Díaz rompió en llanto cuando fue derrotado por el General Fuero; la raza alburera pa’ pronto lo bautizó como “el Llorón de Icamole”.Más tarde, siguiendo por otra brecha… en medio de la nada apareció un pequeño cuartito de tabiques pintado de negro con una puerta muy cerrada; a pocos metros ¡un sofá de terciopelo rojo con un horno eléctrico a un lado! Todo esto entre el terregal y a la sombra de una vieja antena parabólica de plástico invertida con un trofeo de béisbol dorado como remate. ¿Quien puso eso todo ahí o para qué? ¿Dalí, Buñuel, Magritte? ¡Surrealismo puro en medio del desierto! Nada pudimos averiguar sobre ese extraño escenario(¿?).Horas después, entre polvaderas y terregales, aparecieron en el horizonte dos pequeños cuartos de recia construcción de piedra con un desteñido letrero que decía “Baños Termales Sulfurosos”. Sentado frente a ellos dormitaba un hombre sin edad reconocible que casi se podía asegurar que estaba disecado. Cuando aquella cecina viviente, sorprendido por nuestra aparición salió de su modorra, nos informó que ahí era un manantial medicinal, calientísimo y con mucho azufre. -¿Hay que pagar?- preguntamos. -15 pesos- gruñó volteando la cabeza para otro lado. Sin más ni más, aventé ropa y botas para ir a zampurrarme en el extraño caldero hirviente (mis compañeros rechazaron la invitación). Inútil es decir que el olor a diablo con que salí, hizo que me exorcizaran en el zaguán antes de dejarme entrar a casa.Agradecimos a las desérticas tierras habernos hecho pasar un gozoso día, que pudiera ser envidia del más avezado explorador. ¡Carpe Díem! pedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx