Suplementos | Así proclaman que Jesús, el Hijo de Dios, subió al cielo después de cuarenta días de su gloriosa resurrección “Subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre” Todos los domingos, todas las comunidades de creyentes, en todos los pueblos y ciudades, en todos los idiomas recitan la profesión de fe, el Credo, el Símbolo Niceno-Constantinopolitano... Por: EL INFORMADOR 23 de mayo de 2009 - 12:44 hs Todos los domingos, todas las comunidades de creyentes, en todos los pueblos y ciudades, en todos los idiomas recitan la profesión de fe, el Credo, el Símbolo Niceno-Constantinopolitano (que surgió del Concilio de Nicea, año 325, y el Concilio de Constantinopla, año 381). Así proclaman que Jesús, el Hijo de Dios, subió al cielo después de cuarenta días de su gloriosa resurrección. Jesús, ya resucitado, se dejó ver por más de quinientos discípulos, los fortaleció en la fe en su triunfo, en su persona y en su misión, y les dio aliento y nuevas luces en el establecimiento y la organización del Reino, la Iglesia, de la que ellos serían parte. En la primera lectura de este domingo, San Lucas inicia su libro “Hechos de los Apóstoles”, dedicado a Teófilo --”el que ama a Dios”-- con la narración de esa solemne despedida. Era llegada la hora de subir al Padre Cumplida su misión --”He cumplido la obra que me diste” (Juan 17,4)--, llega esa hora de glorificación del Divino Redentor. “Gloriosa y admirable”, ha cantado la Iglesia a esa hora. Reúne Jesús por última vez a sus discípulos, les habla también por última vez y les señala lo que deben hacer. Los bendice y, ante los ojos de ellos llenos de asombro, se eleva lentamente hasta que una nube lo cubre. Así es glorioso el final de la vida visible de Cristo. Los primeros, los pastores, lo contemplaron pequeño envuelto en pañales sobre las pajas del pesebre donde nació, en Belén. Las multitudes en diversos escenarios vieron en él cuanto reflejaba de su poder, su majestad y su amor misericordioso, en la única persona con las naturalezas divina y humana. Clavado en la cruz lo contemplaron su madre y sus amigos. Ahora, por última vez los apóstoles vieron su rostro y oyeron su voz. Fuente única de toda fortaleza y toda virtud San Pablo, en su Carta a los efesios, cantó esta glorificación con estas palabras: “Dios desplegó en la persona de Cristo la eficacia toda de su fuerza victoriosa, resucitándole de entre los muertos y colocándole a su diestra en los cielos, y sobre todo principado y potestad y virtud y dominación, y sobre todo nombre por celebrado que sea, no sólo en este siglo, sino también en el futuro, y puso todas las cosas bajo sus pies y le constituyó cabeza y soberano de toda la Iglesia” (Efesios 1, 19). Para la Iglesia es el alma, la cabeza, el renuevo de salud y de gracia, de vida. En el culto lítúrgico la Iglesia orante siempre concluye todas y cada una de las oraciones diciendo al Padre Celestial: “Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén”. Cristo es el intercesor, el abogado, el cauce por donde los hombres reciben las gracias de salvación. “Digno es de todo honor y de toda gloria: porque Él es el principio y el fin de la salvación” (Apocalipsis). Cristo es el pontífice supremo. Pontífice significa puente. La Iglesia le canta: “Sé tú nuestra alegría, y un día sé nuestro premio y toda nuestra gloria, por ti, por los siglos de los siglos. Amén”. En Cristo glorioso está la confianza de la cristiandad Los obispos de todo el mundo reunidos en el Concilio Vaticano II (l962-1965), dejaron escrito: “Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de la esperanza y la caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos” (Lumen Gentium 8). Murió el Señor. Para morir tomó la naturaleza humana, mas su muerte en la cruz no fue un fracaso ni un final, sino un comienzo de su tiempo. “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda infecundo, pero si muere, da muchos frutos”. Va al Padre y es, sigue siendo, lo es en este siglo XXI, el único Camino de Verdad y Vida a través de la muerte. Es la vida de todos los que creen en Él, la luz en las sombras. Es ante todo, la salvación, la vida eterna. “Yo estaré con ustedes hasta el fin de los tiempos” Promesa que ha cumplido. Veinte siglos después, ahora, el creyente sabe y siente. Sabe por la fe que Cristo se hace presente, invisible ahora, pero misericordia y luz en su palabra, en la Iglesia, en los sacramentos, singularmente --sublime regalo-- en la Santa Eucaristía. Presente en cada prójimo, porque es a Cristo al que se le da, cuando se alimenta al hambriento, se da de beber al sediento y se viste al desnudo. Cristo les infunde confianza y optimismo con la certeza de que, aunque no lo vean, allí estará con ellos en la empresa ya cercana para la que los envía: “Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación” Partirán obedientes los once. Allí nació la nota característica de la Iglesia. Ellos, los once, partieron con un doble sello: discípulos, porque todo lo aprendieron del Maestro y la doctrina que predicaban no era de ellos, sino del Señor; misioneros, es decir, enviados. La palabra misionero viene del verbo latino misi (envié). Alegres y agradecidos por el privilegio de haber sido llamados, elegidos y enviados, partieron por el mundo hasta entonces conocido. El próximo domingo, fiesta de Pentecostés, nuestro pastor arzobispo Don Juan Sandoval Iñiguez va a administrar el sacramento del orden a treinta y nueve jóvenes, y desde ese día, con el sacerdocio ministerial, serán en adelante discípulos y misioneros. Un día lejano, hace doce o quince años, a su alma llegó una voz: “Ven y sígueme”. Ese fue el llamado. Pasaron por la triple preparación: Humanides, Filosofía y Teología. Luego fueron elegidos por la voz del pastor y ungidos con el óleo santo. En adelante serán enviados a las comunidades que ya los esperan. El sacerdote es “sacado de entre los hombres, para el servicio de los hombres”; o sea, a servir. Testigos de Cristo resucitado El sacerdote, ahora como siempre, debe salir al encuentro del hombre de hoy, que está aturdido por las múltiples ofrendas y tentaciones de la vida moderna, y hablarle de Cristo, hablarle del verdadero sentido de lavida. Ayudar a los tentados de materialismo, desalientos y desesperación. El sentido de la vida es Dios mismo. Ya lo dijo San Agustín. “Nos hiciste para ti, oh Señor, y nuestro corazón andará inquieto hasta que descanse en ti”. Sólo quien cree en Cristo es capaz de tomar la vida con alegría, con entusiasmo. Es vivir en la tierra, mientras llega la hora de dejar la tierra y el tiempo para ir al misterio, al más allá, a donde Cristo --la cabeza-- subió primero, y fue porque “en la casa de mi Padre hay muchas habitaciones y voy a prepararles un lugar, para que donde yo esté estén ustedes”. El camino de la vida terminará en Dios Pbro. José R. Ramírez Temas Religión Fe. 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