Martes, 26 de Noviembre 2024
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Sergio Pitol, el arte de una fuga

Autor de ''El desfile del amor'' y ''La vida conyugal'' y ganador de varios de los principales galardones de las letras en español, el narrador, traductor y ensayista cumple 80 años este mes convertido en un clásico viviente y maestro indiscutido de las nuevas generaciones

Por: EL INFORMADOR

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GUADALAJARA, JALISCO (10/MAR/2013).- Es el más erudito de los narradores mexicanos vivos, el más empapado por las tradiciones clásicas de la novela y el que fue tejiendo su paciente obra mientras para buena parte del mundo no era nadie o era solamente quien traducía al español los libros de algunos de los maestros de otras lenguas: Conrad, Austen, Gombrowitz, Nabokov, James, Graves. Curiosa paradoja: aunque la difusión masiva de la obra de Sergio Pitol, quien este 18 de marzo cumple 80 años, ha sido lenta en comparación con la de otros autores de su generación (seguía siendo un escritor casi secreto cuando García Ponce, Monsiváis, Poniatowska o José Emilio Pacheco eran ya figuras literarias con toda la barba), puede sostenerse que ha terminado por ser casi el más influyente de ellos entre las jóvenes generaciones.

Porque la obra de Pitol fue pionera en fusionar el ensayo autobiográfico y la ficción, porque en un tiempo en que América Latina estaba encantada con serlo y los escritores latinoamericanos se repartían palmadas en la espalda, él hurgó en otras bibliotecas y puso en la mesa otras referencias, otras posibilidades estéticas y un lenguaje distinto.  Vaya: mientras otros hacían caravanas y exégesis sobre el Guantanamera y las historias de la abuela, Sergio Pitol descubría y comentaba a Bulgakov.

Pitol nació el 18 de marzo de 1933 en Puebla, en una familia de ascendencia italiana. Contrajo la malaria en la niñez y debió guardar largos periodos de cama, durante los cuales se volvió un feroz lector. Verne, Dickens, Stevenson y Twain fueron algunos de los pilares de sus primeras lecturas. Más tarde, al recuperarse y reanudar sus estudios, frecuentó a O´Neil, Sartre, Cocteau, Lorca y Alfonso Reyes, de quien llegó a ser alumno en algunos cursos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Aunque la carrera que cursó y el título que obtuvo fue en Derecho, su vida estaría entregada principalmente a la lectura y la escritura.

Su temprana fuga hacia horizontes literarios distintos al nacional estuvo, desde luego, respaldada en sus propias elecciones de vida. Estudiante de altos vuelos intelectuales primero, integrante del cuerpo diplomático mexicano después (carrera que abandonó luego de la matanza de estudiantes en Tlatelolco, del 2 de octubre de 1968, pero a la que regresaría en los setenta hasta llegar a embajador en Checoslovaquia entre 1983 y 1988), profesional de la traducción y edición más tarde, recorrió medio mundo, residió en capitales muy distintas a las nuestras y se multiplicó en idiomas extranjeros. Pasó por Caracas, La Habana, Nueva York, Bristol, París, Varsovia, Budapest, Moscú, Praga, Roma, Pekín y Barcelona. En cada estación de su particular periplo, fue nutriendo su percepción con paseos, lecturas, descubrimientos, indagaciones. En la confrontación de las experiencias y los conocimientos adquiridos a lo largo de esos viajes ?o de ese viaje solo, dilatado, que duró décadas? con otras memorias, las de sus orígenes, las de las pequeñas y virulentas ciudades, poblados y selvas del eje Puebla-Veracruz, en ese encuentro de ideas y culturas, y en su capacidad para conformar con ello un discurso literario sutil, singular y redondo está cifrada la perenne eficacia de sus historias.

Del margen al centro

Aunque ya se le leía en México en los sesenta y setenta, era aún en círculos minoritarios. Su primer libro apareció en 1959 (Tiempo cercado) pero no sería sino hasta 1981, más de 20 años después, que se le hizo el primero de los muchos reconocimientos que vendrían, el premio Xavier Villaurrutia por Nocturno de Bujara. Eso abrió la llave. En 1982 gana el premio Colima para obra publicada. En 1984 gana el Herralde de novela, en España, por El desfile del amor. En 1993 recibe el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística; en 1997 llegaría el Mazatlán por El arte de la fuga. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara le otorga el Premio Juan Rulfo en 1999. La cumbre de los reconocimientos llega con el Premio Cervantes, al que generalmente se considera como el más importante del idioma, en 2005.

Quizá cada uno de estos premios atrajo más lectores a sus libros pero influyeron poco o nada en su visión literaria. Pitol, ese gran esteticista, cuidadoso al extremo con su prosa, siguió concentrado en su obra y jamás se prodigó en artículos, apariciones en prensa o presentaciones públicas. Por timidez, por astucia, por tener un talante más contemplativo y reflexivo que otros, desde su regreso a México, en 1988, se entregó principalmente a sus clases y su escritura.

Eso, no obstante, jamás le impidió mantener una firme postura política. Hombre de izquierda pero poco amigo de los radicalismos, luego de haber conocido de primera mano la vida bajo el régimen soviético y los de sus satélites en Europa Oriental, en los años recientes se ha manifestado en contra también de los excesos del liberalismo en México y América Latina. Huellas de su visión política pueden rastrearse en muchas de sus obras, pero especialmente en los textos y selecciones autobiográficos que ha dado a la imprenta en los últimos tiempos, como Memoria (publicado por ERA en 2012). Se le recuerda manifestando su apoyo a Andrés Manuel López Obrador y hasta participando en algunos de sus mítines, pero Pitol ha procurado mantener también su independencia de criterio y acción.


El maestro

Más allá del respeto crítico y de los lectores que sea capaz de convocar, la obra de un autor perdura en su capacidad para ser leída y recurrida por los escritores de las generaciones posteriores a la suya. Y en ese terreno puede sostenerse que Sergio Pitol ha sido, durante años, una referencia fundamental en las letras mexicanas e iberoamericanas.

Además de su prestigio como traductor, su peso específico como autor en Europa se vio reforzado por el entusiasmo del escritor español Enrique Vila-Matas, quien lo tomó desde la juventud como un modelo de estilo y quien ha sido uno de los principales difusores de su trabajo fuera de México. Hay muchos rastros de esta relación literaria en los escritos del catalán, quien no ha dudado en calificar a Pitol como uno de sus autores preferidos de siempre y su “único” maestro.

Por otro lado, autores nacidos en nuestro país durante los años sesenta y tan disímiles como Mario Bellatin, Cristina Rivera Garza, Jordi Soler, Alvaro Enrigue (y hasta alguien aparentemente menos cercano a sus postulados estéticos como Jorge Volpi) han reivindicado como referencia las obras de Pitol y su capacidad de romper las fronteras de los géneros, de utilizar en ellas materiales literarios de diversas procedencias y de experimentar.  

También en las generaciones de los setenta y ochenta pueden rastrearse lecturas de Pitol en autores como David Miklos, Luis Jorge Boone o Valeria Luiselli, quienes, desde estéticas diferentes, han manifestado algunas resonancias de su estilo.  

El hombre tranquilo

Ciertos problemas de salud han complicado el creciente proceso de reconocimiento a su trabajo. A Pitol le cuesta viajar y presentarse en público. Aunque los premios a su obra han seguido produciéndose (como el Roger Callois, entregado en Francia en 2006) y varias universidades le han rendido homenajes y entregado doctorados Honoris Causa, él ha mantenido un perfil bajo, priorizando aún su trabajo literario, que ha seguido ampliando y ordenando con diversas antologías y reediciones.

En un medio literario a veces obsesionado con los reflectores y la popularidad, y en muchas ocasiones obnubilado consigo mismo, Pitol ha disentido, de forma tranquila, ocultando al personaje detrás de la obra y recordando que las letras son, necesariamente, mutables y mundiales y que todas las bibliotecas del planeta nos pertenecen como si fueran las de nuestra propia casa.

Tapatío

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