GUADALAJARA, JALISCO (05/FEB/2017).- Desde que recuerdo, la mayor parte de la música que suena en la radio (y, en la época en que no me quedaba más remedio que verla, también en los programas de la televisión abierta) me ha parecido abominable. Los festivales de mi escuela primaria solían utilizar piezas folclóricas para lo que la directora llamaba “paréntesis musicales” y eso no me parecía mal, pero en ocasiones eran la profesora o, peor aún, mis compañeros, quienes elegían las canciones y acabábamos oyendo a Timbiriche (nota para los fans de Timbiriche: defiendo el derecho constitucional a que les guste lo que les gusta; nomás reconozcan el mío a que su grupo me dé cien patadas en las muelas). En alguna ocasión, las maestras anunciaron que cada quien podría llevar a la posada escolar la música de su preferencia y yo, muy contento, empaqué un casete de Deep Purple. No sólo no llegaron a ponerlo (pusieron, desde luego, a Timbiriche, en las sesenta versiones elegidas por el resto del salón), sino que me lo regresaron empacado en una bolsita sellada con cinta adhesiva, como si el mismísimo chamuco fuera a salir desde la cajita magnética para jalarles los pies. ¿Qué sonaba en el autobús que me llevaba a la escuela? Los acordeones de diversos grupos norteños, al gusto estentóreo de los choferes (a mediados de los noventa les prohibieron ir escuchando la radio, pero en aquellos días era ley). Por eso ahora cuando alguien pone canciones norteñas a mi alrededor, siento que vuelvo a bordo de un camión de la ruta 258. Durante años viví en un multifamiliar, en lo que por entonces era casi la salida de la ciudad, por avenida López Mateos Sur. Junto a nosotros residía una familia que había migrado del DF: gente trabajadora y bastante simpática. El único defecto es que al pater familias le gustaba prepararse cubas libres las noches de los viernes y los sábados y deleitarse los oídos con unos cumbiones locos que cesaban solamente al amanecer. Era, sin embargo, un hombre sensible: un día que puse un disco de The Clash en el modular a la cinco de la tarde, el tipo tocó la puerta para pedir que le bajáramos porque a sus hijos les daba miedo la música en inglés (debían ser miedosos en varias lenguas, porque también fueron a pedir que le bajáramos a un disco de los Caifanes unas semanas después). Desde luego que la preferencia por el volumen bajo no se aplicaba a sus cumbiones: esos levantaban el ánimo general, sobre todo regados por mucho brandy barato en la madrugada del sábado. Mi madre, sin embargo, consiguió domarlo: comenzó a ponerle el concierto de violín de Tchaikovski a todo volumen y lo dejó sin argumentos (nunca se atrevió a venir a decir “a mis hijos les da miedo el violín”). Desde los once años, cuando compré mi primera casetera portátil (quizá los de mi camada la recuerden por el nombre comercial de walk-man) he utilizado audífonos. Primero, porque la música que me gusta (el rock ruidoso) siempre ha sido minoritaria: apenas un par de programas de un par de estaciones la pasan (y nunca la tele de aquellos días) y no espero que abunden los correligionarios a mi alrededor. Y segundo, porque no quiero que nadie pase por mi culpa los corajes que yo he pasado gracias a la generosidad de quienes deciden que su música debe retumbar en los oídos de todos los que tengan la suerte de pasar por allí. Lo que puedo decir es que la táctica de mi madre funciona aún: Tchaikovski calla a quien sea.