Miércoles, 27 de Noviembre 2024
Suplementos | Fatiga crónica

Limosna

Ahí están, en las avenidas donde suelen juntarse muchos autos por un buen rato y en el Centro de la ciudad; algunos tienden la mano, otros tocan a la ventanilla del coche

Por: EL INFORMADOR

Rostros. En el Centro de Guadalajara es donde más se puede ver a personas pidiendo dinero.  /

Rostros. En el Centro de Guadalajara es donde más se puede ver a personas pidiendo dinero. /

GUADALAJARA, JALISCO (27/ENE/2013).- Circulando en auto por la calle Progreso, justo en el semáforo de la Avenida Vallarta lo veo y me entra el escalofrío. A veces también me lo he topado cuando voy por Justo Sierra y me toca el alto al llegar a Américas. Como que sabe bien escoger esas esquinas en las que suelen juntarse muchos autos por un buen rato, involuntariamente —hay que decirlo— a la espera de que cambie el verde.

Tiene el pelo cano, lentes de fondo de botella y viste limpiamente. No creo que tenga más de cincuenta años. Camina con su bastón de invidente al filo de los autos y a cada paso que da les va pegando a las carrocerías de una forma, digamos, poco cuidadosa. No es excusa el no ver: hay muchos otros invidentes en las esquinas de la ciudad que caminan hábilmente sin siquiera tocar con su bastón los autos. Muchos ni lo traen o si lo traen no necesitan pegarle a los coches. Ya que ha llegado a la altura de la ventanilla del conductor, si el majadero que va sentado ni siquiera abre la ventanilla para decirle que no trae suelto (o no es majadero: puede que no sirva la manija y no es que no quiera, si no que no puede), el invidente toca la ventana como si estuviera tocando en la morada de un amigo y supiera que éste se encuentra en la habitación del fondo. Cuando ni así le responden continúa su camino hacia el auto siguiente, no sin antes ir profiriendo quién sabe cuántas maldiciones (o bendiciones, habrá que acercarse mucho para saberlo), mientras sigue con su bastón pegándole a la carrocería. Yo procuro siempre decirle algo: “ahora no, amigo” o bien: “para la otra”, en las ocasiones que no le doy, sea porque no traiga o porque no le quiero dar, que tampoco es obligación darle diario. Lo que me inquieta mucho es cuando se acerca demasiado a la ventanilla y me observa como si quisiera aprenderse mi rostro. Digo observa porque si bien parece que se trata de un ciego estoy casi convencido de que, aunque parcial o muy disminuido, pero algo ve. Lo deduje hace unas semanas, cuando después de decirle “ahora no, amigo”, él, apoyándose con ambas manos del filo de mi ventanilla como si fuera un chiquillo que se columpiara, se me quedó viendo fijamente y me dijo: “¡Ah: hoy tampoco!”.

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En la esquina de Avenida México y Terranova, circulando de Poniente a Oriente hay que meterse a una lateral si se quiere tomar Terranova. Justo ahí se pone todos los días un hombre de no más de cuarenta años que está imposibilitado para caminar. Se desplaza en un sofisticado carrito que tiene un mecanismo que acciona el movimiento con un par de pedales que el hombre controla con sus manos. Igualmente es muy sofisticada la adaptación que ha hecho para que el conductor que quiera darle alguna moneda no se esfuerce: fabricó con el envase de plástico de un refresco una especie de embudo que queda a la altura de la ventanilla de los autos. Este hombre es muy alivianado y casi siempre anda de muy buen humor. Cuando la tarde comienza a caer, se va al Oxxo que está en la esquina, se toma un refresco o algo más, mientras vacila con las dependientes, que todos los días le reciben el cambio que obtuvo durante su jornada. Hay días malos, en los que se lleva unos doscientos pesos. Y hay días buenos, como en diciembre, que llegó a cambiar más de quinientos pesos. Su carrito se queda estacionado todos los días afuera del Oxxo, en una esquinita de la calle Isabel La Católica.

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En el Centro de la ciudad es quizá donde se concentran la mayor parte de la gente que pide dinero: niños, jóvenes, adultos, ancianos; enfermos, sanos, discapacitados; a cambio de algo o de nada. Recuerdo aquella historia que me contó un taxista sobre una viejecita que pedía limosna en un tianguis. Sé que a los taxistas no hay que creerles mucho, pero en este caso se trata de mi padre, que un tiempo que tuvo una flotilla le daba por salirse a veces a trabajar en alguno de ellos. Dice que la subió cuando ya el tianguis se quitaba, que supo que era una limosnera anciana y que cuando llegó a su destino y ésta le preguntó cuánto era, mi padre —alma caritativa y consciente— le dijo que no era nada. Y entonces la anciana pedigüeña lo reprendió ásperamente: “Usted tiene que cobrar por su trabajo, cóbreme y cóbreme bien, que yo tengo dinero y gano bastante; mire, esa es una de mis casas”.

Y le cobró, supongo.

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