GUADALAJARA, JALISCO (21/MAY/2017).-La vereda quemaba.El Sol quemaba.Las yerbas quemaban.El Sol de mayo a medio día calcinaba los desechos de los coyotes. La vista era amarilla. Bajo aquel horno infame y seco todo era amarillo. Todo lo amarillo era más bien blanco. Era cegador lo blanco de aquellos amarillos. Las plantas crujían y las espinas gruñían celosas. Las piernas lloraban un hilito de sangre que con el sudor parecían dibujos renegridos. El comal del monte reverberaba y olía a quemado. El polvo amarillento y fino de la vereda, también quemaba.-Todas esas huellas puntiagudas son las de un venado- nos dijo señalando con su dedo una delgada figura en la arenisca de la vereda. -Los jabalíes también suben en manada por aquí buscando el agua… ¡Íre nomás cómo atropellan todo!- gruñó levantándose el sombrero con el dorso de la mano.-Las botas marcan mucho la huella. Pero ya casi llegamos a la cueva- oímos que rumiaba para sí mismo.-No quiero que nadie nos siga. Tantito antes de llegar, nos descalzamos para destantiar a quien nos pudo haber seguido. Nomás con calcetines la huella se hace más perdida- resopló haciendo una clara mueca de indio ladino.-Nues que tenga desconfianza- dijo sin ser sincero. Pero no quiero que se malbarate toda esta cosa tan bonita que he guardado en secreto tanto tiempo. Se me retuerce la tripa quiotro vaya a mal respetar esta cosa que mí me ha parecido siempre tan sagrada- dijo casi gruñendo. -Nomás a ustedes, porque son de a de veras y no van a correr con el chisme- recalcó con preocupación recargándose en lo viejo de nuestra amistad.Las palabras incomprensibles que salieron de nuestras bocas jadeantes, confirmaban la promesa de guardar aquel secreto que, siendo tan valioso para Don Maco también lo sería para nuestra historia. La emoción nos invadía. Las chicharras comenzaron a cantar tan recio que su pequeño hijo que nos acompañaba, se puso más nervioso de lo que ya venía. El calor seco, y el rechinido de nuestras botas al pisar la tierra arenosa creaban el extraño sentimiento de estar encerrados a cielo abierto.-Oiga Apá- le dijo el pequeño -¿Es cierto que a los diantes los amarraban estacados en el solazo hasta que se secaran hasta el puro cuero, pa’ que así escarmentaran de no meterse con los dioses del más allá? Íre Apá… mí se me afigura que eso es lo que nos están diciendo las chicharras- dijo protegiéndose del zopapo que ya veía venir.-Cállese ca…, no sea cu…- dijo amenazante sin tan siquiera voltear a ver al mocoso. Usté sígale por ay- le indicó señalando la vereda con la vara. -¿Trajistes el disel y la garra pa´ prender el mechero como te dije?- le preguntó cómo para que el chavito agarrara valor y se sintiera parte de la aventura.-Hey, aquí traigo todo… y también cerillos- le contestó con voz garruda cómo para sentirse que ya ocupaba su lugar.Un agujero de no más de un metro de diámetro apareció oculto a un lado de la vereda. -Aquí es- nos dijo -Siéntense aquí, y luego se van a ir resbalando pa’dentro después de nosotros. Allá más abajo los cachamos, y luego con la cuerda nos bajamos hasta el río. -Déjenos prender los mecheros pa’ poder ver- dijo entre resoplidos perdiéndose en la oscuridad del orificio.-Ya stamos aquí ¡Órale! ¡De nalgas!- nos gritó.Con un suspiro nos deslizamos hasta el hueco de más abajo en donde, sostenidos por una cuerda nos metimos hasta finalmente llegar a un arroyito claro y tranquilo donde encontramos a la famosa serpiente enrollada.Ahí estaba, glamorosa y bella, esculpida en piedra blanca, con sus ojos de ópalo y su cascabel de obsidiana, vigilando las entrañas de la tierra entre dos corrientes de agua. Nadie hablaba… solo la flama temblorosa y sofocante parecía estar diciendo lo que nadie atinaba a decir.Las hierbas que marcaban la entrada de la cueva seguían achicharrándose con el solazo. El comal del monte persistía reverberante. Las chicharras aumentaban su volumen. El agua de las cantimploras se agotaba. Un par de gavilanes enojados chillaban dando vueltas en el cielo.N.B.: Aunque las leyendas -como siempre- decían que de ahí nadie había salido vivo… fue una dádiva de los dioses haber vivido esa insólita experiencia. Ojalá que las leyendas sigan protegiendo esa belleza perdida entre las ardientes montañas de Colima.Pedro Fernández Somellerapedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx