Jueves, 26 de Diciembre 2024
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Esperar

Como último recurso --cosa que debería ser totalmente al contrario-- recurrimos al Señor Jesús pidiendo su ayuda

Por: EL INFORMADOR

     Un burro cayó en una fosa muy honda, y al oír su dueño sus quejidos, supuso que estaba sufriendo mucho, y viendo que sería imposible sacarlo a la superficie, decidió sacrificarlo; para ello para ello pensó en enterrarlo, por lo que pidió ayuda a sus vecinos para no tardar tanto en la faena. Empezaron a hacerlo y de momento el burro se enfureció ante cada palazo de tierra y piedras que le golpeaban; sin embargo, se dio cuenta de que, si se sacudía la tierra de encima, ésta caía a sus pies haciendo que el nivel del suelo subiera, por lo que instintivamente cada vez que le caía un montón de tierra, se sacudía y subía, hasta que finalmente llegó a la superficie; cosa que les causó gran alegría tanto a su dueño como a sus ayudantes y, seguramente, también al burro.

     Cuántas veces en nuestra vida, al haber estado en esa encrucijada, hemos caído en desesperación, y como último recurso --cosa que debería ser totalmente al contrario-- recurrimos al Señor Jesús pidiendo su ayuda. Sin embargo, en muchas ocasiones al hacerlo esperamos una respuesta inmediata y conforme exactamente a lo que pedimos, y si no se nos concede, entonces nos impacientamos y nos volvemos intolerantes; cosa que nos puede llevar a extremos verdaderamente riesgosos en cuanto a la posibilidad de llegar a cometer, impulsados por ellos, actos verdaderamente graves que pongan en entredicho nuestro prestigio, nuestra libertad y hasta nuestra vida.

     Es entonces preciso que hagamos efectivos en nosotros y en nuestra vida, dos de los frutos del Espíritu Santo, que están latentes en nosotros desde nuestro bautismo y que es precisamente en este tipo de situaciones en que, si en verdad tenemos fe y creemos en ello, hemos de poner en práctica y hacerlos crecer; éstos son la paciencia y la mansedumbre.

     La paciencia modera los excesos de tristeza, la cual es resultado de no tener lo que se desea; y la mansedumbre modera los arrebatos de cólera que rechazan el mal presente. El esfuerzo por ejercer la paciencia y la mansedumbre como virtudes, requiere un combate de esfuerzos y no pocas renuncias. Pero cuando son fruto del Espíritu Santo, apartan a sus enemigos sin combate o, si llegan a combatir, lo hacen sin dificultad y con gusto. La paciencia ve con alegría todo aquello que puede causar tristeza.

     Cristo en la cruz es ejemplo de ello. Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, males que podrían evitarse. Ahora bien, Cristo en la cruz sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión “no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca” (Hch 8, 32).

     La mansedumbre es la virtud que modera la ira y sus efectos desordenados. Es una forma de templanza que evita todo movimiento desordenado de resentimiento.

     Jesús enseña: “Bien aventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra” (Mt 5, 4). Él mismo es modelo: “Soy yo, Pablo en persona, quien os suplica ‘por la mansedumbre y la benignidad de Cristo’” (2Cor 10, 1).

     Pero, ¡atención!, que en ningún momento nos estamos refiriendo al conformismo, actitud del que se adapta a cualquier circunstancia o situación con excesiva facilidad, especialmente a un “conformismo no lógico o complaciente”, el cual lleva irremediablemente al estancamiento y la mediocridad.

     Este “conformismo no lógico o complaciente” es aquél que es sinónimo de adaptación a las circunstancias con resignación, y no se trata de ello. Siempre que se pueda hay que recurrir y pedir al Señor con fe, y a la vez poner todo nuestro esfuerzo en lo que nos corresponde hacer.

     El pedir al Señor con fe implica, indefectiblemente, el esperar su respuesta con paciencia y mansedumbre, si es que deseamos recibir una respuesta de Él, ya que Él tiene su tiempo y su manera de hacerlo, y no caer en el error de pedir como lo hacía aquella viejita que le decía: “Señor, ¡quítame lo impaciente e intolerante! ¡Pero ya!”.

     Contrario a la actitud de esta mujer, otra --aquella del pasaje evangélico de hoy--, a pesar de la postura de Jesús que aparentemente la rechazaba; de la actitud de los discípulos, que se sentían incómodos y molestos por su insistencia; de la respuesta del mismo Jesús, en apariencia discriminatoria por ser pagana --es decir, por no pertenecer al pueblo judío, el elegido; y los judíos llamaban “perros” a los que no eran de los de ellos--, no perdió la paciencia y con gran tolerancia esperó y confió en Jesús y en una respuesta positiva de Él; como así fue, al grado que el mismo Jesús elogia y destaca ante sus oyentes la fe de esta especial mujer, fe por la que obtiene de Jesús su sanación.

Francisco Javier Cruz Luna
cruzlfcoj@yahoo.com.mx       

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