Jueves, 09 de Octubre 2025
Suplementos | Reconoce que es un hombre frágil, de carne y hueso

El gozo del perdón

El Evangelio narra la tristeza del que ha caído y la alegría de levantarse

Por: EL INFORMADOR

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     En este domingo undécimo ordinario, la palabra de Dios presenta en dos lecturas, la primera y el evangelio, la tristeza del que ha caído y la alegría de levantarse; la desgracia de haber cometido pecado y la alegría de ser perdonado.

     El rey David, ungido de Dios, recibió favores y gracias en abundancia: de ser el humilde pastorcito de las ovejas de su padre Jesé, lo ungió el profeta Samuel y desde ese momento fue “el pastor de su pueblo Israel”, el rey poderoso durante cuarenta años.

     Pero David fue frágil, fue débil ante la tentación y cayó en adulterio y homicidio. La voz del profeta Natán le abrió los ojos y David exclamó: “He pecado contra el Señor”, y por su humildad, su sincero arrepentimiento, fue perdonado.

     La palabra profética, palabra de Dios, denuncia y acusa al hombre. Si éste tiene un corazón sincero, reconoce su culpa y pide perdón como David. El Señor perdona al instante y el hombre siente el gozo del perdón, de la liberación. El mismo rey David, en el salmo 31, canta agradecido: “Dichoso el que hombre a quien el Señor no le apunta el delito”.

     Reconoce David que es un hombre frágil, de carne y hueso, que ha menospreciado los preceptos del Señor, que ha lesionado gravemente los derechos del prójimo y ha dado una horrible imagen con su conducta perversa.

     Pero su arrepentimiento profundo y sincero lo levantó. Lloró sus pecados mientras, acompañado de su lira, cantaba al Señor: “Ten misericordia de mí, Señor, porque he pecado”.

     Éste es el salmo 50, un llanto del hombre arrepentido. Es conocido con el nombre de “Miserere”, primera palabra en latín que significa “ten misericordia”, y todo el salmo es una súplica, pide perdón, implora misericordia.

Transformación radical del hombre


     El hombre se aleja de Dios por el pecado. El pecado es una desviación de Dios, bien infinito e inmutable, seguido de una conversión a la criatura, que es un bien transitorio. Así lo dijo Santo Tomás de Aquino, una de las grandes lumbreras de la humanidad, el más profundo filósofo teólogo de la cristiandad.

     “El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna”. Así define el pecado el Catecismo de la Iglesia Católica.

     San Agustín, hombre de carne y hueso y con larga experiencia personal, escribió: “El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado. Al menos los pecados leves. Pero estos pecados que llamamos leves no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pecas, tiembla cuando los cuentas” (San Agustín ep. 1a 1, 6).

     Mientras el hombre está en la carne, mientras es peregrino, mientras va, tiene siempre en el demonio, el mundo y la carne a los enemigos del alma y tendrá tentaciones. Si lucha y no cae, es sinduda por el auxilio divino.

     La vigilancia, la oración, la fuga de las ocasiones, son recursos para fortalecer la voluntad y no caer. Pero el hombre cae. “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros”.

     Y si cae, entonces: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” Juan I, 29). Con estas palabras presentó Juan el Bautista al Mesías esperado.

     La presencia del Verbo de Dios hecho hombre, en la historia de la humanidad, es para quitar el pecado del mundo, para perdonar, para que donde abunde en pecado sobreabunde la misericordia.

     “Le pondréis por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (M 1, 21).

“En Él Dios nos reconcilió”

     En el Concilio Vaticano II (1962-1965), en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (Gozo y Esperanza), los obispos escribieron: “Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En él, Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del demonio y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2,20).

     Porque el cristiano cae, se siente pecador, manchado, ingrato ante Dios, y busca liberarse, ser perdonado. Un espíritu compungido y humillado siempre es escuchado; su oración es delicada y llega a Dios.

     San Gregorio dijo: “El alma penitente es más agradable al Señor, que otra inocente pero mecida en una perezosa seguridad”.

     Cristo envió a sus apóstoles a predicar en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones” (Luc. 24, 47).

     Este misterio de reconciliación es por la sangre de Cristo y la acción santa, mediante el sacramento de la penitencia o de la reconciliación. “Los que se acercan al sacramento de la Penitencia, obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra él y, al mismo tiempo,se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (Lumen Gentium 11).

“Sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados”

     ¿De quién dijo Jesús estas palabras? ¿Las dijo de un secuestrador, de un asesino con larga cuenta de homicidios? También pudo y puede decirlo ahora, porque siempre donde sobreabundó el pecado sobreabundó la gracia, la misericordia.

La misericordia de Dios es infinita. Infinita quiere decir que no tiene límites, porque la presencia de Cristo en su Iglesia desde aquella pequeña familia de los doce, ha sido ahora para continuamente perdonar.

     El perdón es algo exquisito, la delicada manera de amar con que Cristo vino a buscar “no a los sanos, sino a los enfermos”. Él es el gran médico de las almas. Y con enfermos y pecadores fundó su Reino, la Iglesia, y la Iglesia está llena de pecadores.

     Según narra San Lucas, una mujer confundida en su juventud, deslumbrada por efímeros, fugaces y falsos amores, tal vez engañada en un principio por promesas no cumplidas e impulsada por la vanidad, rodó por el fango, pero un día vio la luz y encontró el verdadero amor.

     Y así una “mujer de mala vida” ha tomado la fuerte resolución de dar a su vida de vicio un giro de ciento ochenta grados; eso tiene nombre, se le llama conversión. Adiós al pecado, a la vida frívola, superficial. Un final a un pasado tormentoso en el fango. Y su conversión dejando de ser “mujer pública” ha de ser en público.

“Un fariseo invitó a Jesús a comer con él”

     El escenario para hacer pública su conversión es en pleno banquete, ante muchos hombres. Éstos la mirarán con extrañeza unos, con ira otros y muchos más hasta con ojos cargados de lascivia, de lujuria. Ella desafía todas las miradas. Va decidida y cierra los ojos y los ojos al bullicioso y extraño ambiente de los comensajes. Su pensamiento y su afecto ya están llenos de pureza, la carne ha dejado el espacio al espíritu, y con ojos limpios se va en una sola dirección y se deja caer a los pies del Maestro.

“Comenzó a llorar y sus lágrimas bañaban sus pies”

     Desde el siglo primero hasta ahora, ríos de lágrimas han corrido de los ojos de incontables hombres y mujeres arrepentidos, en llanto benéfico como el agua que cae para fecundar los campos.

     Pedro lloró y lloró su triple pecado, y encontró perdón absoluto. Muchos han sentido como David, que “un corazón contrito y humillado Tú nunca lo desprecias”.

     Si el pecado aparece, por desgracia, por todas partes, la conversión no aparece: es interna, y se muestra porque es en el interior del alma del pueblo creyente, porque busca el camino del retorno del amor a las vanidades del mundo, al amor salvador de Dios.

¿Se ha perdido o cambiado el sentido del pecado?

     Para merecer la gracia del perdón, para disfrutar la alegría de volver a estar limpio, primero se necesita tener conciencia de estar manchado, mirar no a los demás, sino hacia adentro y encontrar las propias maldades, las infidelidades, las injusticias.

     El pecado siempre es un mal social, como el automovilista que deliberadamente se mete contra la flecha entre otros muchos y les pega a unos y otros. Ofende a Dios y daña a los prójimos.

     El hombre es libre y piensa porque tiene conciencia. En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamando siempre a amar y hacer el bien y evitar el mal. “El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”. Gaudium et Spes 16.

     Porque aquella mujer sintió la gravedad de sus muchos pecados, y porque quiso el retorno a la gracia, buscó el camino del amor, buscó y encontró a Cristo y halló la alegría para caminar en adelante por sendas de vida y de gracia.

José R.Ramírez    

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