GUADALAJARA, JALISCO (10/SEP/2017).- Se equivoca quien cree que el régimen de la transición en México fue confeccionado a imagen y semejanza del Partido Revolucionario Institucional (PRI). El autoritarismo mexicano, fincado en la presidencia imperial, las elecciones fraudulentas, un partido que se confundía con el Estado y las corporaciones que sostenían al partidazo; eso sí eran los hilos del poder del PRI. Desde 1994, el país comenzó una lenta transición que empujó al PRI a ceder en reformas democráticas que culminaron con la alternancia en el 2000. Tanto el PAN como la izquierda son los arquitectos de eso que hoy llamamos la transición. Los que ahora reniegan del sistema son los que acordaron su advenimiento.El fracaso de la transición, es decir que este proceso haya devenido en una democracia de bajísima calidad, es también responsabilidad de los principales representantes de la derecha -el PAN- y la izquierda -el PRD, PT, Convergencia, MC-. Por una sencilla razón: el andamiaje institucional que nació de las múltiples reformas siempre tuvo el sello de la oposición. Suficientes o limitadas, juzgue usted, pero la transición no fue un barco que tripuló el PRI. El tricolor fue perdiendo la posibilidad de determinar el resultado final de la transición luego de la crisis electoral de 1988, el convulso 1994, la crisis económica de 1995.La ausencia de rendición de cuentas, de una comisión de la verdad, de reformas institucionales de gran calado que desmontaran el viejo régimen, fue una responsabilidad esquivada por los partidos que llegaron a ese momento histórico, 1997-2000, como los depositarios del cambio luego de siete décadas de poder presidencial absoluto del PRI. Fox y Calderón prefirieron pactar con el PRI, y la izquierda se mimetizó con las viejas formas del nacionalismo revolucionario. Los sujetos del “cambio”, fracasaron.La narrativa de la transición contenía la semilla de su propia su destrucción: un México sin el PRI en la Presidencia, será automáticamente un país moderno, democrático, próspero y justo. Hay que sacar al PRI, y ¿luego qué? Una pregunta que su formulación misma parecía ociosa.Tras un sexenio indefendible como el actual, bajo cualquier perspectiva, el antipriismo ha vuelto como fuerza hegemónica. Los casos de corrupción se apilan en el escritorio del jefe del Estado, la economía crece a tasas raquíticas y la violencia está desbordada. El México de hoy, en los propios indicadores del Gobierno, está peor que el país que heredó del calderonismo en 2012-sin que éste último haya dejado buenas cuentas. Y no sólo eso, la caída del PRI no sólo ha significado su descarte para competir en 2018, sino que el Pacto por México se ha llevado entre las patas la credibilidad del sistema mismo. A diferencia de lo que sucedió en 2006 y en 2012, lo que está en tela de juicio no es sólo el peñanietismo, que parece sepultado en la opinión pública, sino el sistema que nació con la transición y que tiene al tripartidismo como su actor protagónico. Por ello, el PAN difícilmente supera 20 puntos como marca partidista, el PRD no llega a los dos dígitos.Un PRI repudiado, y una oposición increíblemente débil, han vuelto a poner sobre el debate público, la vieja idea del “frente”. Para ganarle al PRI, es necesario construir un frente, nos dicen. Y no sólo eso, el Frente es necesario para evitar que el PRI gane la Presidencia a través de la fragmentación, pero que tampoco Andrés Manuel López Obrador explote la debilidad del sistema. El Frente, unir a la izquierda y a la derecha, es justificado bajo una premisa: nos unimos para cambiar el régimen de nuestro país. ¿De verdad? ¿Eso quieren los frentistas? ¿De verdad los integrantes del frente son los más indicados para sepultar al régimen?La idea del Frente tiene múltiples aristas que ponen en entredicho su credibilidad. En primer lugar, desde la percepción de una mayoría de los ciudadanos, los promotores del Frente son parte del problema, no la solución. La inercia que los obliga a unirse es sinónimo de su profunda debilidad. El discurso: hay que sacar al PRI como sea, cada vez es más insuficiente. El sistema en su conjunto es visto como el problema, en donde el PRI es la cara más descompuesta, pero no se reduce todo a un partido. Por ello, de cara a 2018, las coordenadas políticas se instalarán entre aquellos que defienden el sistema y aquellos que lo atacan frontalmente.Segundo, el Frente parece sugerir que la ideología estorba. Sí, acordaron una serie de propuestas que, si las analizamos, veremos que son una unión de puntos comunes, que se pueden cumplir o, bien, dejar en el baúl de las buenas intenciones. No es cierto que las diferencias entre la izquierda y la derecha se hayan borrado. Las diferencias en economía, política social, justicia, son palpables. El discurso que decreta el derrumbe de las ideologías es sólo el preludio para justificar el pragmatismo como única brújula del quehacer político. La política sin ideología no existe. Tercero, el Frente es el proyecto de las élites económicas del país, que ya no confían en el PRI, pero que se resisten a aceptar a López Obrador como Presidente. Es una especie de discurso centrista, que quiere que las cosas sigan más o menos igual -política económica, gasto, impuestos, etc- pero dando una imagen de cambio. La eterna búsqueda por un “Macron mexicano” que se plante con credibilidad frente a aquellos que enarbolan el antisistema, pero siempre manteniendo los privilegios de las élites.Y, cuarto, es una receta vieja. Una fórmula que tuvo vigencia en el 2000, pero que hoy se encuentra totalmente superada. Así lo decía Jesús Silva Herzog Márquez en un artículo publicado el 3 de julio de este año: “el frente es, en primer lugar, una derrota de la imaginación. Para los problemas de 2018, la retórica de 2000... o de antes. Contra la perpetuación del PRI, un frente que unifique a todos los agentes democráticos y que garantice (ahora sí) un nuevo amanecer. Si tuvo algún sentido la formación de una coalición antipriista en tiempos de la hegemonía, hoy parece absurda”. Imposible no coincidir.