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El Defe de uno

La Diana Cazadora, que es sin lugar a dudas la mejor escultura urbana que ha existido en este país. NTX / C. Pereda
GUADALAJARA, JALISCO (03/MAY/2015).- Era tan pequeño la primera vez que fui al DF que no recuerdo nada. Sería 1978 y no había cumplido los dos años aún, Parece ser que mi única ocupación consistió en vomitar todo lo que intentaban acercarme a la boca. Volví con puntualidad británica, cada año, hasta 1982, en brazos de mi madre y a bordo del famoso pulman de Ferrocarriles de México. Las vagas imágenes de aquellos vagabundeos infantiles me siguen rondando la memoria: Chapultepec, el Paseo de la Reforma, Coyoacán, el Zócalo, la casa de mis parientes en Satélite y, sobre todo, la Diana Cazadora, que es sin lugar a dudas la mejor escultura urbana que ha existido en este país y al lado de la cual la Estatua de la Libertad neoyorquina no es sino un mero cachivache gigante y antiestético (y espero que nadie ose enviarme un mensajito para discutirme la belleza de la Diana, que a mi juicio es incuestionable y un acto de fe como mexicano).
Esta semana, esa ciudad que en mi casa siempre fue conocida como “el Defe”, ha cambiado de denominación (al menos en lo que respecta a la aprobación senatorial de la reforma política de la Capital: falta lo que digan los diputados). Si nadie se interpone, pues, esa megalópolis será, al gusto de sus actuales gobernantes y su historia y también legalmente, la Ciudad de México. Tendrá gobernador, alcaldes, Congreso y constitución (es decir, una burocracia aún más grande de la que actualmente lleva a cuestas, lo que ya es mucho decir). El viejo y querido término de “Distrito Federal”, pues, se extingue. Como no tengo ganas de polemizar con los juristas o politólogos que me vengan a explicar las ventajas de este cambio, limitaré el marco de mis notas a la pura relación sentimental que muchos hemos desarrollado con el nombre “Defe” (o, al estilo de José Agustín, “Deefe”) y con esa ciudad inmensa (que es como un país aparte) que lo ostentó.
Volví al DF ya en 1992, todavía en tren, y he vuelto decenas de veces después, cinco o seis o más cada año, en autobús y avión. La impresión que me deja la ciudad cada vez no puede ser mejor: el monstruo es aún más inmenso y complicado que en mis remembranzas. Todo en él ha sido planeado y ejecutado a escala colosal: parques, avenidas, edificios. Y el metro es, como negarlo, admirable. Claro que hay una contraparte: miseria inmensa, agudísima, caos profundo y creciente y una sensación extendida de inseguridad, que a veces sube y otras baja pero nunca se extingue. Se habla de robos a mano armada, de asaltos espectaculares en casas y edificios, de gente que desaparece en el trayecto de su casa al trabajo. Cuando mis parientes y amigos se enteraban de mis correrías por la ciudad reaccionaban con una mezcla de incredulidad y espanto: “¿Pero en serio te fuiste a meter a la Guerrero?” o “¡Pero si el metro Pantitlán es la boca del infierno!”. A mí, qué quieren, me atrae tanto el monstruo enorme que no dudo en cruzarlo de punta a cabo sin más guía que las vagas referencias de lugares y establecimientos de interés.
La calle de Donceles, en el mero centro, con sus librerías de usado; los decadentes y hermosos paseos de San Ángel; clubes legendarios como el Rockotitlán o La Viuda (ya lindero con Naucalpan), donde vi algunos de mis primeros y mejores conciertos; aquella extraña iglesia espiritista en donde un médium invocaba las almas de los ex presidentes muertos para dar consejos sobre la vida sentimental de la concurrencia…
No hay otra ciudad así en el planeta. Sus pecados y peligros, que son innumerables, palidecen junto a sus atractivos. Para mí, le pongan como le pongan, seguirá siendo el Defe y volveré a silbar de contento cada vez que pise sus pavimentos.
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