Viernes, 22 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (24/DIC/2011).- La Nochebuena llega siempre envuelta en el imborrable prestigio que la infancia supo construir. Tres sombras recorren las calles de la ciudad apaciguada. Van midiendo los años concedidos, los que vienen por delante. En algún lugar se canta la misa de gallo y vuelve el resplandor incombustible que hace andar los caminos. El jardín es una pura espera y los niños dirán las pastorelas al filo del azoro y la dicha.

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El museo de la inocencia. Este es el título de una de las obras mayores del turco Orhan Pamuk. Leer esta novela es un trabajoso ejercicio de resistencia, que solamente al correr de sus centenares de páginas va entregando sus recompensas. Enhebradas en el relato van apareciendo las piezas de convicción, los muy diversos materiales que erigen el particular museo que se va conformando ante los ojos del lector. Esa reunión de elementos intenta el retrato de una mujer, Füsun; ensaya a partir de allí la más que morosa reconstrucción de una pasión; luego, es la recreación de una ciudad que es un mundo: Estambul. Y es también, y sobre todo, la paciente, maniática evocación del tiempo perdido.

Un seco virtuosismo, un tono contenido e íntimo, una sinceridad astringente y llana, son las herramientas de este intento que a veces parece naufragar en la minucia de su recorrido. Ante la pregunta formulada al autor sobre el sentido de reunir la delirante colección de objetos que acumula en su museo (y que se aplica a las mínimas o las suntuosas colecciones que todo hombre puede juntar), esta es la contestación: “Lo que aquella pregunta quería significar era que tras cada persona obsesionada en recopilar objetos y apilarlos en un rincón subyace un corazón roto, un problema profundo, una herida espiritual difícil de explicar”. Y, en otro sentido, otra respuesta: “Con mi museo pretendo enseñar no solo al pueblo turco, sino a todas las naciones del mundo, que se sientan orgullosos de la vida que llevamos”. Y, hablando de la disposición física de la exposición, una tercera clave: “Como desde cualquier sitio pueden a la vez verse todos los objetos, o sea, toda mi historia, los visitantes se olvidarán de la sensación del Tiempo. Este es el mayor consuelo que hay en la vida”.

Pero, ¿cuál es la inocencia que proclama y preserva el museo? Quizá, la de quien se enamora para siempre y sin remedio de su particular Füsun, la de quien a través de una ciudad abraza y asume al mundo, la de quien busca encontrar y fijar en el paso del tiempo las claves de una felicidad siempre fugitiva.

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Muchos años después, como por casualidad, las piezas al fin cayeron en su lugar, el asunto quedó claro. Todos los indicios hicieron sentido: había sido una tentativa deliberada y continua, una maquinación no por sutil menos contundente, una partida de esgrima que se extendió por años y décadas. Y de la que salió, sin ninguna duda, triunfante. La elusión, la alusión distraída, la originalidad no exenta de impertinencia, el humor persistente y zumbón, la gracia de una tan difícil como omnipresente elegancia. Tales fueron las armas de su estrategia. Podría alguien pensar en Michel de Montaigne, en el inspector Maigret, en ciertos gestos de Jean Gabin, en las tiradas del Cyrano, en los compases últimos de una pieza de Debussy. Así, ahora todo se explica, y los misteriosos caminos que conformaban en los gestos más cotidianos un estilo perdurable y diáfano se ven a la distancia con claridad. Tan lejos de la vulgaridad y de lo obvio, de la torpe medianía, de los oropeles baratos y el lugar común. Una casa íntegra, del sótano a la veleta, de las maderas oscurecidas a la cruz que remata la chimenea, queda –entre algunas otras cosas– en testimonio.

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Nuestro traidor favorito. Así podría a lo mejor traducirse el título de la más reciente novela de uno de los más interesantes y divertidos escritores contemporáneos: John Le Carré. Our kind of traitor nos entrega un carácter inolvidable: el del ruso Dima, el mayor lavador de dinero del mundo. Expansivo, heroico, regido por una alta noción del honor, entrañable y terrible –como un guiño a la gran narrativa de Dostoievsky–, Dima quiere “regresar del frío”, entregarse junto con todos sus secretos a los servicios de inteligencia británicos. La historia funciona como un instrumento de alta relojería. El humor de Le Carré es tan fino como agradecible, y la destreza que a los ochenta años derrocha para describir personajes y ambientes es más que ejemplar. Larga vida al maestro.

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Qué verde era mi valle. Para cierta generación, esta era una de esas películas míticas cuyo prestigio provenía de la recomendación más que calurosa de un maestro fundamental: Ignacio Díaz Morales. Incidentalmente, esta cinta de John Ford es, por alguna razón, parte de esas producciones cuya visión es apropiada para los días navideños. Así, este espectador se refiló hipnóticamente la historia de la familia galesa Morgan, filmada en espléndido blanco y negro, en locaciones de California hacia 1941. La fecha, ya inmersa en la Segunda Guerra Mundial, explica la imposibilidad de haberla filmado –como era el deseo de Ford– en el Sur de Gales, en donde está ubicada la acción. Sin embargo, la recreación del pueblo minero y sus contornos es muy eficaz. Los temas son varios, pero el que impregna a toda la historia es el de la nostalgia –esa prestidigitadora de ambiguos filos. Esa línea narrativa, la de los ojos que consideran lo perdido, es llevada de principio a fin por el joven narrador, el menor de los hermanos de una aguerrida familia de mineros. No hay una anécdota central: hay distintas líneas narrativas que construyen un cierto clima estético y moral, muy distante por cierto del cinismo tecnológico tan del uso en el cine de nuestros días. El retrato de un pueblo y una familia inmersos en las mudanzas de fines del siglo XIX conserva su frescura y una alta dosis de nostálgico encanto.

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En nuestros harapos de luz, canta el poeta, y la estrella levanta una vez y otra el filo de su proa contra la inmensidad del tiempo. Pero un resplandor único, un preciso destello que pasó hace dos mil años, ese que alumbró la primera mirada del Dios niño, es el mismo que ahora llega hasta este valle, el que inaugura y bendice al mundo.

Tapatío

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