Sábado, 23 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (22/OCT/2011).- Días en los que la ciudad ensaya otras rutinas, descubre la excepción, lo inesperado. Bocinas y rumores del tráfico irritado. Desfiles que gritan consignas cuyos ecos se pierden en la relativa tranquilidad de la tarde. Helicópteros volando a baja altura, insistiendo sobre los mismos recorridos. Muy lejos, y a pocos metros, el jardín prosigue sus operaciones. El plúmbago optó por aligerar su calado y dio de baja algunos contingentes de sus follajes superiores. El granado persiste en su nueva estrategia de lanzar ramas espigadas y verticales por los claros del jazmín. Los albañiles se inclinan sobre sus trabajos, voltean discretamente, calculan la altura de la jornada, silban, también persisten.

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La fiesta que inauguró los juegos panamericanos, en sus mejores momentos, fue un estadio todo encendido de luces que cambiaban. La música de Nortec, con su beat brioso y entusiasta, iluminaba el ascenso de unas cuantas figuras que luchaban por subir a bordo de tubos de luz. Una gigantesca lámpara/ pantalla suspendida de un aro central, emitía imágenes y luces. Vicente Fernández arremetía bravamente con Guadalajara y jinetes y amazonas galopaban alrededor del escenario: un friso de intemporal realidad en medio de la evanescencia. Los ojos de un niño guardarán, sin duda, la visión de miles de luces que, juntas, hablaban del puro gusto de brillar, de la celebración, del gozo.

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Patio del museo, mamut de Catarina. Visto ahora a todas horas, este viejo patio sigue hablando de la memoria, la permanencia y la gracia. Antiguo seminario de San José, museo luego desde el temprano siglo XX, sitio de las legendarias tertulias del hermano Ixca, lugar de los deslumbramientos infantiles. Ciertas pinturas oscuras y misteriosas cuyas luces siguen alumbrando la memoria; un mamut, portentoso y quieto, entonces recién descubierto por el rumbo de la Catarina, y que hacía proyectar la imaginación a eras insospechadas; el brazo en formol, deforme y siniestro, de Primitivo Ron, asesino del gran Ramón Corona; inolvidables perros de Colima, risueños en su barro pulido por los siglos. Todo lo que ahora flota y da vuelta por el mínimo cielo de este patio, al lado de la fuente que recuerda a los árabes, en medio de extrañas luces para las pantallas indecisas, mientras la noche tapatía transcurre en calma.

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El olor de la pintura de aceite toca a las puertas de la memoria y entrega, intactas, las presencias de las cosas que los años fueron extrayendo, una por una, del oscuro sótano de los prodigios. Caballo de madera azul y blanco, las orejas de cuero, crin delgada, que supo mecer toda la infancia leve. Bancas de la terraza que eran arcones de juguetes trasegados, surtidor de sorpresas y descubrimientos, ruido severo de tapas que se cierran. Repisas para mejor poner la Virgen, muebles que poco a poco poblaron los rincones, marcos, cajas de los secretos, aros. Todo esto y mucho más -talismán contra la desventura- toca la puerta al simple olor de la pintura de aceite, brillante y nueva, pero que aún no seca.  

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La crónica en el castillito de Ciesas. Por la calle de España, en la entrañable colonia Moderna, había dos casas cuatas que construyera el arquitecto Guillermo de Alba. Quedó luego nomás una, gracias a una demolición desafortunada. La que quedó fue arreglada y complementada ya hace años para ser la sede de Ciesas Occidente. Es un gusto ver que esta institución colabora al mantenimiento del patrimonio de la ciudad, y que caracteriza ahora a una colonia cuya suerte seguramente ayuda a mejorar. Allí fue en días pasados la presentación, por el Consejo de la Crónica y la Historia de Guadalajara, de un libro conteniendo las crónicas que para el año pasado se trabajaron. Por un rato poblaron al castillito las memorias y las reflexiones que tal vez sobrevivan a esta edad: la ciudad y sus devenires.

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Una postal del país de Gulliver. Mide casi más de dos metros cuadrados, y se apoya, en la mesa de la entrada, contra el muro de la escalera. Sin duda, viene del país del gigante. De una casa que hace meses sufrió la transformación de todas sus superficies al influjo de la luz que el papel plateado derramó de manera inédita por los últimos rincones. La casa de Luis Barragán en Tacubaya, intervenida por Francisco Ugarte. No quedó después ningún rastro de tan vasta operación. Sólo estas postales que ahora circulan dando noticia de una lectura del recinto que implicó la lenta desmaterialización de sí mismo a través del cuidadoso proceso de forrar con el papel de plata sus contenidos. Solamente las reflexiones que por breves días la nueva condición impuso a quien mirara estos ámbitos transfigurados. Esta postal ahora. Una escalera de plata para subir sobre la luz, una refracción metálica sobre el muro venerable, una ventana de claridad que persiste, como una herida en la memoria, ya que cesa la contemplación.

Otra postal de éstas llegó hasta el Hospicio, donde se expone parte de la colección de Jumex. Una foto por el mismo Francisco Ugarte de su intervención en la casa de Tacubaya: el rincón de la biblioteca en donde el arquitecto se sentaba, sus libros en ese momento más incombustibles, el atril, las fotos vueltas plata, el sillón, el banquito. Como si se vaciara en metal líquido todo lo que fue, como si ese brillo y esa otra luz dijeran de diversa y nueva manera la misma historia. Como si así, una mirada distinta prestara incertidumbre y filo a lo que se cree ya fijo. Todo se vuelve de plata, todo es así más pasajero, más frágil, más inolvidable.  

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De Yves Bonnefoy, una versión de La misma voz, siempre

Soy como el pan que has de romper,
Como el fuego que alumbrarás, como el agua pura
Que te acompañará en la tierra de los muertos.

Como la espuma
que ha madurado para ti la luz y el puerto.

Como el pájaro de la tarde que borra las riberas,
Como el viento de la tarde, de pronto más brusco y frío.

Tapatío

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