Sábado, 23 de Noviembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (02/JUL/2011).- La casa se abandona a la lluvia como quien se entrega al abrazo de alguien muy querido y largamente ausente. Los pasos del agua sobre azoteas y terrazas van sitiando al ánimo, que solamente entonces reencuentra la clave que hace avanzar el año. Viejas palabras para las novísimas ceremonias del verano. En la inminencia de la tormenta un muchacho vaga sin rumbo por el barrio en calma. Se detiene a pedir en su media lengua de exilado en el país del thinner y el alcohol una ayuda para seguir su camino indescifrable. Su mirada en llamas apenas considera el cielo que cada vez es más bajo. Terminado su asunto recupera su paso de cazador furtivo, titubea levemente sobre el rumbo a elegir, y prosigue la errancia que marca la justa cifra de toda esta ciudad que no supo ser suya.
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Iguana en la carretera. Hace poco que este nuevo trecho de la carretera hizo un tajo doloroso y largo en el costado de la sierra. Milenios de paciente tejido mineral rebanados por la violencia de las máquinas y el progreso. Las rocas recién descubiertas relumbran con tonos desconocidos y los árboles subsistentes se agarran a la ladera con gesto huraño. El Sol cae a plomo y la laguna extiende sus dominios rumbo a un horizonte que tal vez revela la curva del mundo. En la mitad de la carretera, absolutamente inmóvil, el cuerpo haciendo un arco inverso y la cabeza en lo alto, dice su nombradía la iguana mitológica.  
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Proustiana. Olivier Maniette mantiene desde hace tiempo en Le Monde un blog llamado Hace cien años. En él recrea y elabora hechos, circunstancias y personajes de la Francia de la Belle Époque, mezclando hábilmente la historia, la crónica y la ficción. En una entrada reciente, Maniette imagina la respuesta de Marcel Proust ante la interrogante sobre un elemento –en realidad todo un personaje– ubicuo y fundamental en su En busca del tiempo perdido: la célebre sonata de Vinteuil. Muchas son las especulaciones acerca de cuál sería la pieza musical que inspiró en Proust la invención de la sonata ficticia: algo de Saint-Saëns, o… A continuación va la respuesta imaginaria del escritor:
“Marcel reflexiona un instante y desliza:
‘También podrían ser los cuartetos de Beethoven, una balada de Fauré… una arquitectura musical que usted cree conocer, que lo lleva en cada audición en una dirección nueva que lo embruja un poco más a cada vez. En la confusión de su espíritu, usted no sabe lo que proviene del regreso de los recuerdos, del trabajo de la memoria, ya que usted constata que la música misma viene a agregar sensaciones hasta entonces desconocidas, nuevas y conmovedoras.
‘No habría podido citar en mi texto el nombre de Saint-Saëns. Demasiado fácil, pobre e inexacto. Escribo de hecho sobre una música que no existe más que en mi novela, sobre notas que mis lectores solamente pueden oír si se dejan llevar por mi texto. Todos soñamos con una música maravillosa y nunca oída, con un impacto musical y estético que haga casi dividirse nuestra vida en un antes y un después. Es esta la emoción que deseo hacer compartida, que quisiera describir siempre preservando su lado inasible…’”
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Los niños al habitarlas van construyendo las casas. Juegos contra la incuria, palabras alegres contra la usura del tiempo, risas y cantos para los agravios del salitre que nunca sabe dormir. Al pasar dan otra vez lustre a las cosas, gracia y significado a los rincones que los años han vuelto más densos o más tristes. El vuelo de sus andanzas pone a los cuartos en su sitio, ahonda el sonido de la pila incansable, organiza a las plantas y convierte al jardín en un incorruptible reino para ellos. De vez en cuando los niños deciden cambiar las cosas, voltear de cabeza el mundo. Por divertirse, y para que todo esto dure, dibujan una estrella en la frente exacta de la casa, que entonces sonríe.
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Henri Bergson: “No percibimos más que por el pasado, el puro presente no es más que el inasible progreso del pasado que va royendo el futuro.”
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De Antonio Machado, de sus Meditaciones rurales:
Fantástico labrador,
pienso en los campos. ¡Señor,
qué bien haces! Llueve, llueve
tu agua constante y menuda
sobre alcaceles y habares,
tu agua muda,
en viñedos y olivares.
Te bendecirán conmigo
los sembradores de trigo;
los que viven de coger
la aceituna;
los que esperan la fortuna
de comer;
los que hogaño
como antaño,
tienen toda su moneda
en la rueda,
traidora rueda del año.
¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve;
y otra vez en agua fina!
¡Llueve, Señor, llueve, llueve!
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A horas inciertas o en el puntual cruce de la noche, desde hace más años de los que el recuerdo alcanza: el largo silbido de una fábrica que nadie ha visto atraviesa el aire. Una y otra vez, por meses y por años, pero luego se ausenta y nadie parece extrañar ese reloj de viento. La única nota que sabe dar aparece de repente, se sostiene por segundos, se borra sin que se pueda saber de qué lado llegaba. La trama invisible de los silbidos va tejiendo en el barrio una historia de idas y venidas, de jornadas que se alargan, de trabajos cumplidos.

Tapatío

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