Miércoles, 04 de Diciembre 2024
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Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (19/FEB/2011).- El difícil equilibrio de los días encuentra estas mañanas balanceándose sobre las fluctuaciones del tiempo. Idas y venidas, el sol que prosigue su curso sobre los muros: pero por una breve temporada la ciudad navega en un clima atemperado y sereno. Ya despuntarán los calores que harán una vez más escasear la sombra. Por lo pronto, el peso de una piñanona que cae con su tallo roto provocó un disturbio menor en el jardín: a su alrededor, las plantas se reacomodan y se agrupan. La luna en creciente reparte con discreta prodigalidad la protección y el riesgo de su tránsito. A la mañana siguiente las cosas guardan una vaga memoria de ese traslado. Es así como el frágil silencio de la noche va profundizando su raíz.
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Obras maestras: las que enseñan la posibilidad, la hondura, la fértil trascendencia de un ejercicio artístico que con la gravitación de su presencia contribuye permanentemente a cambiar, a mejorar la vida. Obras que producen la belleza que hace conocer al mundo. A través de un encadenamiento de visiones, de interpretaciones sucesivas, de influencias entrecruzadas que renuevan la vigencia de las obras, éstas van afirmando su magisterio a través de las generaciones. A propósito de la conservación y cercanía de ciertas casas, de ciertas obras. Dice Umberto Eco: “no leemos a Shakespeare tal como escribió él. Nuestro Shakespeare es mucho más rico que el que se leía en sus tiempos. Para que una obra maestra lo sea, debe ser conocida, es decir, debe haber absorbido todas las interpretaciones que ha estimulado, que contribuyen a hacer de ella lo que es. Una obra maestra desconocida no ha tenido bastantes lectores, lecturas, interpretaciones”. Luego, Jean-Claude Carrière apunta: “una obra maestra no nace maestra, sino que llega a serlo. Hay que añadir, además, que las grandes obras se contagian recíprocamente gracias a nosotros”.
Aplicar estas reflexiones, entonces, a la frágil herencia de la arquitectura contemporánea, a las contadas obras que ahora nos quedan. Dos obras maestras de Luis Barragán que perduran: su casa en Tacubaya y la casa para don Efraín González Luna, hoy Iteso-Clavigero. La primera data de 1948, la segunda de 1928. La cambiante y sucesiva reunión de visiones de quienes ahora las consideran prosigue –a través de las décadas- la recreación de estas obras maestras: las mismas y siempre distintas y nuevas. Es ese su trabajo, su magisterio.  
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Elogio de la plomada. En un mundo de incertidumbres y aproximaciones titubeantes, la plomada es categórica, definitiva. Un peso que no debe ser excesivo, tampoco demasiado leve: lo justo para viajar en la mano del maestro albañil, lo justo para cumplir su oficio: señalar el preciso centro de la tierra. El no lugar que nadie conoce en el que las fuerzas del universo convergen y actúan sobre el planeta. Un cono de plomo, de bronce, que empecinado, da razón de un principio de orden y certeza. Y si se eleva lo suficiente, la plomada devendrá péndulo, revelará el movimiento de la Tierra: entonces, en su escala menor, alguien pudiera medir, completo, el mismo dibujo imperceptible que traza la figura de la rotación que permite la vida. Pero, por lo pronto, en la obra en curso, la plomada rige las actividades, determina el elemental principio de la  verticalidad, de la estabilidad serena. La plomada sabe, empero, que no es su rotunda presencia la que determina sola este principio: es también el humilde hilo del que pende, la dirección inasible que este trazo marca. La tensión que lo recorre concentra en ella la energía del mundo. Dice una enseñanza del zen: “cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permite el arco, éste encierra el universo”. Cada cuerda de plomada da razón del mundo a su alrededor.
En una entrada de sus Diarios, Andrés Sánchez Robayna escribe: “en alguna parte cuenta Eduardo Chillida que en París, en cierta ocasión, Brancusi, para expresar la noción de verticalidad, le hablaba de la posición del cuello de la cría del pájaro cuando recibe de su madre el alimento”.
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Dicen que en la entrada de la Sala Capitular de la catedral de York hay una inscripción: Ut rosa flos florum sic est domus ista domorum: Como una rosa es a las flores así es esta casa a todas las casas.
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Aparece, en un cuaderno de hace más de veinte años, la transcripción de cuatro sonetos que forman Casa, el poema que Octavio Paz y Charles Tomlinson escribieron al alimón. Va el cuarto:

Casas que van y vienen por mi frente,
semillas enterradas que maduran
bajo mis párpados, casas ya vueltas
un puñado de anécdotas y fotos,
 
fugaces construcciones de reflejos
en el agua del tiempo suspendidas
por ese largo instante en que unos ojos
recorren distraídos esta página:
 
yo camino por ellas en mí mismo,
lámpara soy en sus cuartos vacíos
y me enciendo y apago como un ánima.
 
La memoria es teatro del espíritu
pero afuera ya hay sol: resurrecciones.
En mí me planto, habito mi presente.

Tapatío

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