Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

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Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (12/FEB/2011).- Esperando el renuevo de las viejas ramas del granado, el jardín se afana en recomponer sus huestes. A caballo de las mañanas que ganan terreno, la caja del agua relumbra en lo alto. El desfile de las primaveras de la avenida La Paz prosigue su avance. La luz de la tarde entrega, inéditos, los rojos vislumbres del farallón del Mexicano, del otro lado de la barranca. En esta orilla, cada fresno confirma la sólida sensatez de su presencia misma. Cada fresno entrega a diario la lección de su estampa.

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De transcripciones:
Rosa de polvo. Viene de un país que entrega siempre la realidad más evidente, más cercana y más cierta: la del sueño. Allí se guardan, intactas en su feroz novedad, las cosas todas que permiten luego ir construyendo el mundo. Con una implacable precisión, con objetividad notarial y alucinada frialdad de quirófano, guarda el almacén de lo no visto los materiales completos de la visión. Comparece entonces, en toda su poderosa fragilidad, la muchacha de sus dieciséis años y trae, enredados en el resplandor de su presencia, los días íntegros del pasado y de lo que vendría: de lo que llega ahora. Los tempranos desvelos al borde de sus pasos, las fragosas cabalgatas por los años que poblaron sus fantasmas incendiarios, las anchas mañanas esperando la hora del tequila y su tránsito por la latitud de la calle asoleada y rectilínea, el breve y duradero tacto de unos labios que fueron. Comparece la muchacha y todo se ilumina y tiembla de nuevo y por siempre. Con tímido gesto de reina entrega entonces el emblema de todo lo que vive, lo que pasa y lo que queda y que aquí, en esta página, incandesce: una rosa de polvo.
Rosa de pólvora y de polvo: explosión detenida, la erosión del tiempo la deshace, la borra, la guarda y la devuelve. Pulvis et umbra…

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De una casa en el sur bajan las voces que cruzan los siglos y las estaciones. Canciones que, cambiando su piel, permanecen las mismas y que ahora crepitan en las ondas del radio en la ciudad absorta. Historias entrelazadas y extraviadas por las décadas y las distancias. Los que se fueron lejos y aunque regresaron ya nunca estuvieron de vuelta, los que se quedaron a mirar como la heredad se disolvía. Bandidos gritando en la noche, mientras se alejan hacia el volcán. Dos hermanos siempre vestidos de claro que recorren los potreros, siembran nogales, tienden acueductos, dirigen el coro en la capilla fervorosa y nueva. El Alabado seguía oyéndose, dicen, mucho después de que se apagaran las lumbradas de la ruina y el coraje. Se oye ahora, y crepita en el mismo fuego, una canción que sin saberlo viene de donde mismo, de ese rescoldo que no acaba. Líneas de grafito, una voz en el radio, los años que pasan.

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Un bonito libro circula ahora, afortunadamente, entre nosotros. Se trata de Ciento un pueblos bellos en México. Un recorrido por otros tantos lugares de la geografía nacional en donde subsiste algo de lo mejor que este país ha construido y alentado. Los textos son de la buena prosa de Guillermo García Oropeza; las notables fotografías son de su hijo Juan Cristóbal García Sánchez. Una delicia descubrir o reconocer –y a veces las dos cosas juntas- los lugares que ayudan a entender tanta sabiduría, tanto buen tino, tanta gracia derrochada humildemente en levantar los solares que nos harán reconocibles. La edición se debe a la generosidad y al mismo buen tino del ingeniero Salvador Ibarra Álvarez del Castillo y el Grupo San Carlos.

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México. Días al borde de un jardín que se despliega, tenso, sobre el reflejo que lo duplica y lo ahonda. De allí a otro jardín en la noche, poblado de presencias que se asoman al futuro. En la azotea la línea de sombra graba con la precisión de un tatuaje la hora que nunca termina de irse. Pero, vuelta otra vez al otro jardín desdoblado y bravío: batalla ahora para regresarse después de la helada artera que lo diezma. En la noche, muy tarde, el reflejo feraz reconstruye minuciosamente cada herida y repara cada daño: amaneciendo, entonces, el sol encuentra novedades que seguir alentando. Cada jardín es, así, responsable de quien lo habita.

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La prosa mesurada, a la vez brillante y exacta, casi siempre misteriosa, de Francois Mauriac, prosigue hablando de su país bordelés: “El viento del equinoccio, detenido por el inmenso bosque oloroso y caliente, no se revela más que en el deslizamiento de las nubes, que en el balanceo de las cimas, que en este ruido de mar que ellas hacen en el cielo.” “Este aliento de menta, de hierbas rociadas de agua, se unía a todo lo que la landa, liberada del sol, horno ahora enfriado, abandona de sí misma a la noche: perfume de brezos quemados, de arena tibia y de resina –olor delicioso de este país cubierto de cenizas, poblado de árboles con los flancos abiertos: yo soñaba con los corazones que la Gracia incendia y que han elegido sufrir.”

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Encontrado en un viejo cuaderno, vuelve este poema de Paul Éluard, se titula De nuestro tiempo:
Cuando nuestro cielo haya de cerrarse
Esta noche
Cuando nuestro cielo haya de resolverse
Esta noche
Cuando las cimas de nuestro cielo
Se reunirán
Mi casa tendrá un techo
Esta noche
Habrá claridad en mi casa
Qué casa es mi casa
Una mansión un poco de todos lados
De todos no importa de quién
Pero las más dulces de mis casas
Esta noche
Serán las de mis amigos.

Tapatío

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