Miércoles, 04 de Diciembre 2024
Suplementos | por: Juan Palomar

Diario de un espectador

En memoria de Juan Pablo Rosell.

Por: EL INFORMADOR

GUADALAJARA, JALISCO (08/ENE/2011).- Pablo Santillán Luna, 1920-2010: Retrato del artista como un viejo carpintero.
Dice Joyce que dice Stephen Dedalus: “Trataré de expresarme en algún modo de vida o arte tan libremente como pueda y tan completamente como pueda, usando para mi defensa las únicas armas que me permito usar: silencio, exilio, maña”.
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El silencio estaba siempre ahí. Más fuerte era su presencia cuando prendía la sierra y aserraba lentamente los tablones de cedro –siempre cedro– que entregaban un polvo dorado cuyo olor solía durar por días. La casa toda se traspasaba por el sonido de la navaja circular y temible, por la resistencia vencida de la madera, por la tranquila determinación del artista que así afirmaba su duración a través de los años y las décadas de la edad de la casa. Y esa edad dependía de ese silencio. De los silencios profundos y sonoros que puntuaban las series de precisos martillazos, del murmullo que la garlopa producía en la memoria cuando la tarea quedaba terminada.
Timbraba con el menor de los posibles sonidos. Tan corto el llamado que era inconfundible e imperioso. Como si quisiera prolongar el rodar callado de su bicicleta roja. Una máquina antigua e inglesa que su ojo infalible había encontrado en el laberinto lineal del baratillo tapatío. Y que era como lo que hacía: liviana, maciza, alada. Del corazón de Santa Teresita partían todos sus caminos. De una casa mínima y verde, desde un patio con un guayabo artero y amistoso, de un cuarto oscuro, limpio, quieto. Lo suyo era rodar, caminar, buscar piedras extrañas con invencible paciencia en los cerros calcinados o reverdecidos. Abría su paliacate con sigilo, sacaba dos tres piedritas, las mojaba cuidadosamente, y mostraba sus colores y sus brillos a un niño maravillado. Sonreía, prendía un Faro, callaba. Lo suyo era el silencio.
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Lo suyo fue el exilio. Bajo la sombra de la iglesia del barrio, a través de los campos que tan bien conocía, en los sucesivos sótanos donde se ganó la vida. En una fugaz intentona –corrían los años cuarenta- por ir al Norte, de la que quedó el recuerdo de una persecución nocturna, un cautiverio, un regreso melancólico y decidido. Encastillado en sí mismo, distante, venía de lejos cuando se le ocurría repetir un viejo chiste aprendido en el barrio de su niñez, cuando volvía a su parsimonia laboriosa que impregnaba la carpintería toda. Instalaba siempre a Señor San José en el lugar de honor, y bajo su patronazgo continuaba las operaciones.
Los sótanos –que ahora son uno– nunca tuvieron, sin embargo, nada de lóbrego o inhóspito. Algo hacía con las luces, los focos, los postigos, para iluminar con alegría y eficacia el lugar de los trabajos. A partir de la muerte de su patrón pasó a profundizar su exilio en los terrenos del sueño. De vez en cuando regresaba con una visión precisa y detallada: contaba morosamente dónde se lo había encontrado, qué mueble estaban construyendo, cuáles fueron las cuestiones sobre las que discutieron, cuál el talante del ingeniero. Un sueño en particular regresaba. Era 1956 y construían, para la consagración de la iglesia del Calvario en Jardines del Bosque, una gran cruz de cedro. El arquitecto y el ingeniero disponían las proporciones, ajustaban el emplazamiento; el artista, a bordo de su silencio, observaba, tomaba nota, se encargaba de pulir los cantos, de cuidar –con el mismo esmero– la parte de atrás, lo que no sería visto. Era lo más importante, decía, que toda la fabricación estuviera bien hecha: y más, precisamente, lo que nadie habría de ver. Una vez, ya muy viejo, quiso ir a ver la iglesia en donde hiciera su primera comunión. No quiso conformarse con las explicaciones de las encargadas de San Camilo: la iglesia ya no era. Procedió entonces a dibujar durante días el casco desaparecido muchos años atrás de la hacienda que bordeaba los potreros de su infancia. De esa cualidad era su exilio.
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Lo suyo era la maña. No tanto, aunque también, la astucia esquinada y calculadora. La maña honrada y trabajosa que sabía insistir, buscar el modo, vencer con sabiduría la necedad de la materia y los agravios del tiempo. Así, convertía muebles ruinosos procedentes de herencias o de bazares de fortuna en impecables piezas listas, decía siempre, para durar más que nosotros. Así componía juguetes, cajas de porcelana astilladas, lámparas irremediables, días aciagos. Sabía enderezar la ocasional tristeza abismal de los niños extraviados y volverla levedad, risa, Sol en la ventana. Prendía otro cigarro, enseñaba a garlopar, miraba el polvo que subía en el chorro de la luz, duraba.
La maña del artista: del caballito de madera que meció las mañanas del sarampión y el encierro, a los shoots suaves y marrulleros al ángulo de la portería del jardín, a los traslados guasones en su bicicleta al colegio de los sábados, a la fabricación del sistema constructivo que el taller de arquitectura exigía (unos cubos de cedro hendidos y aquí, sobre la mesa, duran dos); a la hechura impecable de ciertos muebles para la primera casa, a la amistad renovada con los nuevos niños, a los ratos irrecuperables y esenciales al borde de una plática entrecortada en los últimos tiempos. Lo suyo era la maña, la exacta manera con la que se ganaba el corazón. (Y cuando alguien se maravillaba de sus hechuras decía, invariablemente: “Me tienen por loco, no por pendejo”).
Un cierto día determinó que el tesoro que había reunido durante sus vueltas de gambusino por el baratillo ya no era para él. Convocó al heredero a la carpintería. Sobre el banco legendario de artista carpintero tenía desplegadas sus riquezas. Remates de escalera, ojos de cerradura, piezas de bronce inextricables y preciosas, un pájaro de delicadas alas en ascensión. Un azaroso resumen de la gracia y la persistencia que marcaron sus días. Sin parpadear lo entregó todo.
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Noventa fueron los años del artista. Silencio, exilio y maña le abrieron las puertas del mundo. Estará ahora, con esas mismas suaves armas, fabricando algún mueble que mejorará, sin duda, las estancias del Cielo.
jpalomar@informador.com.mx

Tapatío

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